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En números anteriores, PUNTOYCOMA ha venido publicando una serie de artículos acerca del término «correl», a los que dio pie el publicado por Miguel Candel en el nº 49. Para concluir, al menos por ahora, este debate, ofrecemos el artículo de nuestra compañera de Redacción María Valdivieso: «A correl, que no llegamos» en el que, partiendo del término «correl», se da paso a una reflexión sobre la actitud del traductor ante el neologismo.

A correl, que no llegamos

Creo que el debate que han venido acogiendo las páginas de PUNTOYCOMA sobre la denominación en español del correo electrónico es una muestra ejemplar de algo que los traductores deberíamos estar haciendo permanentemente. Hay quienes piensan que nuestra labor ha de limitarse a trasladar asépticamente a nuestro idioma lo que se nos presenta en otro, y a hacerlo como meros espectadores de la evolución lingüística. Por ejemplo, si el español medio se ha puesto a decir «imeil», nosotros lo recogemos, y en paz.

Sobre esta postura, que me parece respetable pero descaminada, se me ocurren un par de cosas. En primer lugar, ya para recoger simplemente ese «imeil» el traductor tiene que decidir si va a utilizar la grafía original inglesa «e-mail» o si va a convertirla al sistema español y escribir la palabra tal como se pronuncia: «imeil», o mejor dicho «ímeil». Para un partidario del laissez-faire lingüístico sólo esto ya puede resultar incómodo.

En segundo lugar, cuando el citado español medio se lanza a llamar «ímeil» a lo que le acaban de instalar en su ordenador, lo hace porque:

  1. tiene un manual de instrucciones en inglés y no «sabe» cómo se dice «e-mail» en español
  2. tiene un manual traducido al español, pero el traductor de turno no «sabía» cómo se dice «e-mail» en español y ha preferido dejarlo en inglés «para no inducir a confusión y que se sepa de qué estamos hablando»
  3. no tiene manual, pero ha visto por ahí escrito «e-mail» y ha oído o sabe cómo se pronuncia
  4. en el manual de instrucciones dice «correo electrónico», pero él ha oído lo de «ímeil» y piensa que «queda» mejor, más cosmopolita.

Las comillas de «saber» están ahí porque el hipotético traductor que se encontró por primera vez en el trance de verter al español «e-mail» no podía saber como se decía, sino que tuvo que innovar, crear un nuevo término o asignar al nuevo concepto uno que ya existía con otra acepción. La mera naturaleza de la labor del traductor hace que con frecuencia se encuentre por primera vez con un término extranjero virgen, que aún no se ha introducido en su idioma. Esta situación de primera línea le ofrece una ocasión inigualable para preservar y enriquecer el idioma en lugar de contribuir a su degradación o permitirla. Es obvio que nuestro hablante medio tiene mejores cosas que hacer que ponerse a cavilar sobre la pertinencia de un calco o de la ampliación del campo semántico de un término autóctono. Y es aquí donde entra el traductor, al que sí se le supone el interés y la competencia para resolver este tipo de cuestiones (se me ocurre aquí el ejemplo del afortunadísimo «Coto Irlandés»).

Pero antes de seguir por aquí, una puntualización sobre la responsabilidad del traductor, puntualización que me sugirió la interesante conferencia que dio Álvaro García Meseguer en la Comisión el pasado octubre. Bien es verdad que la nuestra es una posición de vanguardia en la importación lingüística. Pero tenemos por delante a grupos de avanzadilla que también tienen su papel, aunque el suyo es más funcional que institucional. Me refiero a las personas (técnicos, periodistas, etc.) que por su trabajo utilizan literatura escrita en otros idiomas. Un investigador español, por ejemplo, lee en inglés un artículo o un informe científico en el que se describen procesos innovativos que se están experimentando o se acaban de descubrir y de los que hasta entonces no se ha hablado. El investigador, que no tiene formación lingüística específica, ni interés por la lengua y menos aun obligación contractual de ocuparse de estas cosas, tenderá a utilizar el nuevo término directamente en inglés, o en una adaptación ramplona al español que salvará meramente la incomodidad de la pronunciación. Así, cuando el artículo o informe de marras llegue por fin a manos de un infortunado traductor que sí pudiera tener los recursos, interés y mandato para hacer una traducción adecuada, ya es demasiado tarde porque la comunidad médica lleva quizá años empleando un calco que entiende y reconoce1. Aquí cabe preguntarse:

La respuesta a estas preguntas dependerá de cada caso, pero lo mejor sería salir al paso de esta situación antes de que la terminología se consolide irreversiblemente. ¿Cómo? A través del diálogo entre técnicos-especialistas y traductores. Éstos deberían tener un conocimiento de la materia de la que se ocupan y de la terminología correspondiente en la lengua de llegada, o cuando menos los contactos personales o institucionales necesarios para suplir las comprensibles deficiencias en estos ámbitos. Aquéllos harían bien en sondear a traductores (o a lingüistas en general) en cuanto se les presenta un nuevo término o expresión que han de empezar a utilizar inmediatamente. Por una parte, para dar cierto rigor al neologismo que van a empezar a utilizar, y por otra, para alertar a la comunidad lingüística sobre la aparición del recién llegado concepto, de manera que pueda dedicarle la reflexión oportuna. Todo esto queda muy bonito -y hasta obvio- sobre el papel, ya lo sé. En la práctica habría que encontrar fórmulas de contacto periódico -y aprovechar mejor las que ya existen- que hagan posible el intercambio de conocimientos especializados entre ambas comunidades, la lingüística y la técnico-científica.

«Ahora mismo te lo correleo»

Volviendo al correo electrónico, yo diría a priori que la denominación más castiza y propia en español es precisamente ésa, «correo electrónico». ¿Por qué? En primer lugar, por una vez podemos traducir literalmente del inglés («electronic mail») sin traicionar ni la forma ni el contenido. En segundo, siendo el correo una institución ya antigua y venerable, contamos con el vocabulario completo del campo semántico correspondiente (véase la enumeración que hace Amadeu Solà en el nº 51 de PyC: dirección, buzón, mensaje, correo 2). No se me oculta que pueden darse casos de ambigüedad o confusión entre las dos modalidades de correo. Pero el tiempo va en contra de los servicios tradicionales de correo y a favor de los sistemas electrónicos. Y en este campo semántico podría darse fácilmente un desplazamiento por el que la nueva realidad, que comenzó por adoptar la denominación de la anterior («correo») con una marca distintiva («electrónico») termine por «usurpar» la denominación no marcada a medida que va sustituyendo en la práctica a esa realidad, pasando entonces la anterior a adoptar a su vez una marca distintiva (probablemente, «postal»).

Cierto es, y éste es el principal motivo de que nos hayamos puesto a buscar una variante de «correo electrónico», que la expresión en dos palabras y encima con una incómoda esdrújula, puede parecerles a algunos farragosa o endilgada en estos tiempos (que son en verdad «otros») de velocidad y premuras. Pero una servidora, que se considera de la escuela del «lo bueno, si breve...», lleva cierto tiempo haciendo esfuerzos sinceros para mudarse a «correl», y la verdad es que no le termina de salir. Es como si mi sistema inmuno-lingüístico reaccionara veladamente ante algo que siente como cuerpo extraño... Sí le sale, en cambio, la versión «farragosa». Aquí, otro ¿por qué?

Es bien sabido que el inglés (sobre todo la expeditiva y hegemónica variante estadounidense) es una lengua en algunos aspectos más flexible que el español. Tiene una facilidad pasmosa para la creación léxica, entre otras cosas porque su frontera entre el registro formal y el coloquial es mucho más permeable que la nuestra. Es también mucho más sintética y, por tanto, concisa. Estos dos rasgos se manifiestan en neologismos tan simples como «a (tele)phone» o «to (tele)phone». El origen es griego, claro está (más bien «claro estaba», porque en el campo científico la lengua actual de referencia para la creación léxica ha pasado a ser el inglés). El inglés ya suele prescindir del primer elemento para quedarse con la versión cortita «a/to phone». Veamos algunas equivalencias:

«to phone someone» = «llamar (por teléfono) a alguien» 3.
«fridge» = «frigorífico»
«typewriter» = «máquina de escribir»
«seatbelt» = cinturón (de seguridad)
«to type» = «escribir/pasar a máquina» 4
«to fax» = «mandar/enviar por fax» (el sustantivo «fax» se nos coló a partir del inglés, así que no cuenta)
«to hoover» = «pasar la aspiradora» (sobre «aspirar» ver nota 4)
«to fly» = «viajar/ir en avión»
«to drive» = «viajar/ir en coche» (pero tenemos «navegar», es verdad).

Sólo es una muestra aleatoria, pero se trata de términos que designan objetos de aparición bastante reciente en nuestra cotidianeidad y que nos pueden dar la pauta para el caso del «e-mail». En efecto, parece que en español lo más natural sería decir:

  un mensaje (por correo)  
«te mando   electrónico»
  un correo  

Bueno, todo esto está muy bien y parece muy natural, pero (volviendo a lo del principio) si es así, ¿por qué dice tanta gente «ímeil»? Parece que al hablante medio le traen al fresco los argumentos que acabo de exponer y quiere algo conciso y expeditivo. ¿O no? ¿Usa la palabra inglesa en busca de concisión (ley de economía lingüística), porque es más fácil no traducirla (ley del mínimo esfuerzo) o simplemente porque es inglesa (esnobismo)? Cabe hacerse esta pregunta, porque si la razón fundamental no es la primera, por mucha variante concisa que propongamos, nunca cuajará. Y llego por fin a nuestro «correl». Si lo que busca el hablante es verdaderamente una denominación más breve y práctica, sí podría funcionar, y en este sentido me parece que vale la pena inventar un nuevo término como opción frente al «ímeil» y que «correl» es uno muy meritorio. Como ya he dicho, a pesar de mis reservas yo intento utilizarlo y promoverlo.

Lo que ya hace saltar todas mis defensas inmuno-lingüísticas y amenaza con producirme sarpullidos alérgicos, es la propuesta de mi amigo Luis González, que esta vez va, a mi entender, demasiado lejos. Me refiero a hacer extensivo el mecanismo del sufijo «-el» a cualquier otro término que a los anglófonos les dé por iniciar con la dichosa «e-» (de «electronic», se entiende)5. Tendríamos así creaciones como «comercel», etc. La única justificación que se me ocurre para decir «correl» en lugar de «correo electrónico» es que se trata de un objeto de la vida cotidiana que puede aparecer con mucha frecuencia en conversaciones no sólo profesionales sino cada vez más sociales o familiares. Esta proliferación podría pedir un término más breve e informal. Por el contrario, y con la sola salvedad de que hay que analizar cada caso cuando se plantee, por si acaso, creo que otros muchos compuestos análogos (Luis cita «e-business», «e-commerce» y «e-banking») toleran perfectamente la denominación completa: «transacciones (o lo que sea) electrónicas», «comercio electrónico», «banca electrónica». Y no sólo me refiero al registro estrictamente formal, sino también a uno de «cultura media». Quizás con el tiempo sí que haya tentativas de abreviación, pero yo creo que -salvo interferencias- los mecanismos naturales del español darían más bien cosas como «compra(r) por ordenador» o incluso «telecompra(r)». Cierto es que éste último es menos fiel al original en lo que éste tiene de técnico, pero por lo menos el prefijo es griego, ya tiene carta de naturaleza en nuestro sistema y permite además la conjugación. Es el mecanismo que utiliza ya el francés (lengua latina y por lo tanto de mecanismos más afines a los nuestros en muchos aspectos) en «téléachat», «télécommerce», »téléboutique«, »téléacheteur«, etc.

Casi se me olvida decir algo que justifique el título de esta aportación. Y es que en la traducción el paso del tiempo es un arma de dos filos. Por una parte, la reflexión pausada facilita la comprensión conceptual del término original y su adaptación formal, protegiendo de la precipitación. Pero (como muy bien apunta Myriam Nahón) a partir de un momento que es imposible determinar, la ausencia de propuestas explícitas que resulten castizas al tiempo que prácticas propicia la lexicalización de expresiones o términos viciados, de calcos torpes o -peor aun- de formas extranjeras con someras adaptaciones fonéticas. De ahí que sea necesario no sólo reflexionar y debatir, sino hacerlo con cierta celeridad, que desfacer entuertos siempre fue más trabajoso que prevenirlos.

María Valdivieso
maria.valdivieso@consilium.europa.eu

 

 

 

 

 

1. Parece que esto es lo que ha pasado, según Álvaro García Meseguer, con el 'trazabilidad' correspondiente al 'traceability'. Una vez más, hemos llegado demasiado tarde, y por mucho que nos afanemos en traducir 'rastreabilidad' hay pocas probabilidades de que llegue a imponerse al calco ya lexicalizado entre los científicos.
2. Disiento, sin embargo, de su afirmación de que 'eran otros tiempos' para justificar el llamar a cosas distintas con una misma palabra. Creo que así se empobrece el idioma, en este caso innecesariamente, y que llega un momento en que de todas formas hay que recurrir al término específico.
3. Aquí se da una abreviación, pero ha de reconocerse que la versión completa sigue siendo bastante habitual y que la variante 'telefonear' no se usa, al menos en el español de España (y menos aun 'fonear', que sería el equivalente exacto del inglés). De éste y de otros ejemplos como 'seatbelt' parece deducirse como mecanismo frecuente de abreviación en español la elisión del determinante, lo que redundaría en la posibilidad antes mencionada de adoptar como forma definitiva para 'e-mail' el simple 'correo', prescindiendo de 'electrónico'.
4. Existe también 'mecanografiar', pero que levante la mano quien lo use habitualmente.
5. En este punto, y en todos los demás que expone, coincido plenamente con Fernando Navarro.

 

 

 

 

 

 

 

 

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