Me alegra ver que PUNTOYCOMA sigue siendo una valiosa referencia para cuantos en las instituciones europeas hablamos el español. Y para que quede constancia de que lectores no le faltan, quisiera echar leña al fuego de la vivacidad de sus debates lingüísticos.
Vaya por delante mi desacuerdo con el comentario enviado desde la Universidad de Ginebra rebatiendo la sinonimia que entre los términos «edafología» y «pedología» existe. Desde mi doble condición de geólogo cuaternarista y cincuentón impenitente, me tocó conocer los principios del influyente Instituto de Edafología creado en Madrid por el Doctor D. J. Albareda para, entre otros objetivos, potenciar un Consejo Superior de Investigaciones Científicas que se desligaba de la Fundación Rockefeller. Las investigaciones edafológicas que allí se llevaron a cabo eran una especialización de las Ciencias Geológicas -con enfoque interdisciplinar poco frecuente en la España de hace más de treinta años- en torno al estudio de los suelos actuales. Definir a la Edafología únicamente en función de los hábitats que sostiene es inexacto (es, en definitiva, la Geoesfera la que alberga a la Biosfera y no a la inversa). Mis profesores, cursos, estudios y libros edafológicos lo fueron, también, pedológicos. En Madrid, el término «pedología» comenzó a alcanzar difusión en círculos académicos de manos de un brillante geólogo catalán, el Profesor D. Noel Llopis Lladó, cuyos excesos en la utilización de galicismos dejaban bien claro a cuantos fuimos alumnos suyos el trasfondo de una sólida formación científica francesa. Mediada la década de los años sesenta, el término «pedología» aún rozaba el galicismo, pese a sus reminiscencias eslavas (imaginadas o reales, a través de categorías edafológicas como Charnosek, Podsol, etc.). Para los cuaternaristas de mi generación «Edafología», tal vez por más eufónico, fue el término preferido para la Ciencia de los suelos (otro día, si la Universidad de Ginebra me da licencia para ello, hablaremos sobre «Paleoedafología»).
En otro orden de cosas, me gustaría recordar a Miguel Candel los peligros del neologismo. En 1968, el veterano Profesor A. G. Fischer, de la Universidad de Princeton, culminando su afán incontrolado por dar denominaciones de nuevo cuño a viejos fenómenos, creó una novedosa unidad, el Boubnoff -dedicada a un geólogo tectonicista ruso- para medir la elevación en cm/año de bloques continentales merced a fenómenos seculares de isostasia. La réplica le llegó de manos de un joven geólogo ansioso de añadir cabelleras de veteranos a su colección de trofeos. El susodicho replicó al Dr. Fischer con un destructivo artículo -publicado en 1968 por la prestigiosa, pero no exenta de sentido del humor, American Association of Petroleum Geologists- donde se exponían, entre no menos jocosas consideraciones, los riesgos de relacionar «alzamientos» con boobs o similares.
Viene ello a cuento por la palabreja «correl», a la que deseo mejor fortuna que al boubnoff. Como originario de la República Dominicana, donde hablamos un dialecto español ecléctico e imaginativo, yo hubiese preferido la polisemia de términos como la «vaina», que puede remplazar (ventajosamente) a casi todas las palabras del léxico español. Así, en vez de decir «Te mando, abuela, este correl para desearte un feliz Año 2000», enviaríamos: «Doña: aitá eta vaina pa'que gose toíto el 2000». Incluso cabría abrir la puerta a criollísimas expresiones como «No te pantalleé porque la computadora hizo fuá» («no pude enviarte el correl porque la alimentación del ordenador se interrumpió»), o: «empréstame tu arroba y te pantalleo» («dame tu dirección para enviarte un correl»), «déme arroba en la noche, compay» («pásame un correl esta noche, colega»), etc. («arroba», @, es la denominación dominicana del «ampersand», símbolo asimismo de aquella unidad de peso, equivalente a 25 libras, y, por extensión, ideograma de uno o varios de los conceptos que para Amadeu Solà engloba el e-mail).
Aún en el caso de que algún ocurrente neologismo constituyese un éxito de traducción comunitaria, el español tiene una dimensión ultramarina que, de cara a aquellas Direcciones Generales que en nombre de la Comisión tratan con América Latina, aconsejan tanta universalidad como cautela. Doctores más que sobrados tienen las academias de una lengua española, más ancha que Castilla, para consensuar neologismos. Así, desde que, por diversos motivos, se redujo el número de estudiantes puertorriqueños en España, la dificultad de comprensión de los textos técnicos españoles (traducidos a veces de forma precipitada y personalista en editoriales españolas que abordan innovaciones tecnológicas) ha ido en aumento entre los lectores boricuas. En su día, la magnífica editorial académica argentina Eudeba se propuso españolizar unilateralmente el término geológico ripplemark por «ondulitas» con tan buen criterio como poco éxito: los geólogos seguimos buscando ripplemarks para mejor estudiar nuestros estratos. En cambio, el Ministerio de Minas e Hidrocarburos de Venezuela consolidó pacientemente en sucesivos congresos geológicos nacionales e internacionales, gracias a las investigaciones de una exótica pareja de geólogos, el matrimonio Bellizia, que desaparecían en la selva sin más impedimenta que sus martillos y unas hamacas hechas bola, el término «limolita», que evitó a no pocos geólogos españoles el andar por los auditorios matizando las diferencias entre los shale y slate del inglés.
Jaime García-Rodríguez
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