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Filípica segunda: contra el purismo

En un boletín como éste, huelga aclarar que me refiero al purismo de los que pretenden a toda costa defender al español de la agresión extranjera e incluso de un enemigo interior que «corrompe» las esencias de nuestras inmarcesibles y bellísimas fonética y morfología, sintaxis y semántica. Piensan ellos, por ende, que el español se encuentra en grave peligro de extinción (a plazo medio o largo, desde luego) y de cuando en cuando lanzan el toque de rebato y, si son padres de la patria, hasta se proponen proponer proposiciones de ley para defensa del español.

El problema de la lengua, que no sucede con los objetos de otras ciencias o disciplinas, es que cualquiera que sabe hablarla (peor o mejor) se considera con derecho a hablar sobre ella como si fuera un experto. Es como si yo me considerara con derecho a disertar sobre Economía por el hecho de que hago muy bien la compra. Pero -todavía más escandaloso- hay quienes son teóricamente expertos (profesores, escritores) y siguen dando la matraca con el peligro que corre el español.

Cualquier lingüista sabe que la formación de una lengua es un agónico y lento proceso de asimilación y rechazo de toda suerte de elementos léxicos, así como de variantes morfémicas y sintácticas; que además es un proceso interminable, porque una lengua nunca «está completada»1; y, sobre todo, que salvo en contadas ocasiones (cf. «Filípica primera contra la tilde», en el caso del griego moderno) el fenómeno de la lengua es lo mejor que podemos encontrar para ejemplificar el predominio de lo general sobre lo particular y/o de la comunidad sobre el individuo. Es prácticamente seguro que un cambio lingüístico se origina a partir de un individuo (o de un pequeño grupo), pero pronto salta los límites de lo individual y se impone sobre ello con la constricción y la necesariedad de lo físico. Pero no sólo está fuera del alcance del individuo la posibilidad de manipularla; también está fuera del alcance de la comunidad hablante.

La lengua nos domina, está por encima y fuera de mí y de nosotros aunque, paradójicamente, sea uno de los pocos bienes que son inalienablemente de mí y de nosotros. Se nos da cuando todavía no tenemos uso de razón y, más que dominarla, nos domina el resto de la vida. Es uno de los misterios más insondables de lo humano. Partiendo de estas premisas, resulta hasta grotesco plantearse, primero, la condición de peligro en que se puede encontrar una lengua por amenaza de otra u otras. Salvo en los casos, que se dan por razones de orden nacionalista, en que una lengua se ve temporalmente constreñida en su uso (caso actual del español en California), carece de sentido hablar del peligro que corre una lengua de ser «invadida», «dañada» o «corrompida» por otra2. En segundo lugar, aun admitiendo la posibilidad de este peligro, resultaría igualmente grotesco plantearse su «defensa» y protección. Es como poner puertas al campo.

Lo que sucede en esta polémica, como en otras de índole parecida, es que hay una consideración confusa del objeto de discusión. En resumen, la polémica está viciada por dos defectos: la ignorancia de hechos fundamentales de lingüística, como los arriba aludidos, y la interferencia de consideraciones de orden político en general y nacionalista en particular -no hay que olvidar que la lengua es, precisamente, la más clara seña de identidad de una nación, cualquier cosa que ello sea. Pero hay que distinguir cuidadosamente entre las (a) interferencias lógicas, naturales y hasta inevitables, de lo político en lo linguístico; y (b) las interferencias políticas bastardas o interesadas. Empezando con estas últimas, no son otra cosa que la injerencia directa del poder político que ordena o prohíbe (o restringe) el uso de una lengua. O que decide que otras lenguas son dialectos de la suya; o que la lengua de su país se llama de esta manera o de esta otra. Por poner un ejemplo muy reciente de este último caso, los serbios han decidido últimamente que no existe el serbo-croata. Y para ellos naturalmente no existe, aunque siga existiendo para el resto del mundo y se encuentre en los curricula, y se siga enseñando como tal, en todas las Universidades. Otros ejemplos, más cercanos a nosotros, se pueden obviar.

Otra cosa es la dimensión necesaria de lo político en la lengua. Y en este orden de cosas hay que empezar señalando dos principios de la lengua, uno activo y el otro pasivo. El principio activo es que toda lengua que es vehículo de poder político y económico tiende a imponerse como superestrato de aquellas a las que «domina». El segundo principio es el de la permeabilidad de toda lengua, incluidas las dominantes. Toda lengua acepta gustosamente la penetración de elementos liguísticos ajenos, siempre que éstos cooperen para mejorar la comunicación que constituye su único objeto. El caso más obvio es el de las lenguas vecinas, pero el más llamativo e interesante es el de las «dominantes» y «dominadas»: éstas aceptan interpenetrarse debido a la necesidad de entendimiento de sus hablantes (caso del inglés y el español en USA). La lengua de un estado «dominante» acepta gustosamente determinadas palabras o giros de las «dominadas» si ello va a ser útil para vender mejor sus productos y para imponer mejor sus ideas -en definitiva, para «dominar» más y mejor- aunque lo lógico es que sea el estado dominante el que imponga su lengua junto con sus productos mercantiles y sus ideas políticas y sociales. La finalidad última es, desde luego, de orden económico y/o político.

Históricamente se ha dado el caso de que un estado dominante ha aceptado masivamente elementos lingüísticos de uno dominado (caso de Roma con respecto a Grecia) y también se ha dado a veces una situación de intercambio según las vicisitudes del dominio político. Por poner un ejemplo cercano, este sería el caso de la España de los siglos VIII-XIV. En estos siglos se dieron, sin duda, tanto los préstamos de dominante a dominado como en sentido contrario. En todo caso es obvio que el castellano no sería la lengua de cultura que hoy es sin la riqueza que le proporcionó en su momento la avalancha de términos árabes que asimiló en dichos siglos. Afortunadamente, en la Edad Media no hubo la posibilidad de que existieran personajes con la conciencia linguística (nacida de la conciencia histórica y, por tanto, hija del s. XIX) que hoy tenemos. Los más cultos de entonces, lo mismo que el pueblo llano, lejos de mesarse los cabellos considerando en peligro al castellano romance y de hacer todo lo posible por evitar palabras de origen árabe, se dedicaron a aceptarlas y utilizarlas. Quienes hoy se quejan del insoportable predominio del inglés parecen haber olvidado que durante los siglos XVI y XVII el dominio español hizo que su lengua se impusiera a lo largo y ancho del planeta y no pocas de sus palabras (y no me refiero solamente a «siesta») fueron a engrosar el léxico de otros idiomas con la repugnancia, supongo, de los puristas del momento. Claro que en el s. XVI las posibilidades de penetración de una lengua, incluso la del imperium, eran incomparablemente más pequeñas que ahora.

Hoy es indubitable que la lengua dominante es el inglés porque es la del país más poderoso de la tierra: de USA vienen, nos guste o no, mercancías e ideas; y con ellas, palabras, muchas palabras. Y ello por muy diferentes canales: para empezar, a través de todos los media, sobre todo cine y TV, pero también desde la ciencia, la economía y el comercio, el arte. He dicho que de USA vienen muchas palabras. Esto es precisamente lo que hace que el español «corra un riesgo» mínimo. Lo más importante y definitorio de una lengua es su trama más profunda, la sintaxis sobre todo, y si se me apura, los rasgos suprasegmentales: el acento, el ritmo y la tonalidad de la frase. El léxico, en cambio, es como una base de datos; su magnitud, mayor o menor, solamente hace a una lengua más o menos rica y variada. Un hablante no puede utilizar más o menos sintaxis, pero sí más o menos léxico; en la medida en que utiliza mal la sintaxis es un mal hablante, pero si utiliza poco léxico es sencillamente inculto.

Así las cosas, veamos, aunque sea rápidamente, qué clase de anglicismos recibe el español y en qué campos léxicos. Aunque antes convendría recordar un par de cosas. Dado que la lengua tiene un principio general que es el de economía (o evitación de lo redundante), ni siquiera podemos alegar que el español utilice un anglicismo para expresar un concepto para el cual ya tiene una palabra. Los increíbles mecanismos de la lengua hacen que, incluso si los términos fueran sinónimos absolutos (suponiendo que éstos existan), el anglicismo tome una significación diferente -más amplia o más restringida- o se utilice en ámbitos culturales distintos (así «película» es el término normal, pero un crítico de cine utilizará a menudo film). En todo caso, nos referiremos aquí solamente a las palabras de referente concreto, porque cuando se trata de verbos o de palabras abstractas, resulta más fácil encontrar un término español equivalente, por más que a veces no deje de ser un anglicismo encubierto (como pasa, por ejemplo, con la palabra «computadora», cf. infra). Pues bien, allí donde surge una nueva realidad, sobre todo si nos viene del mundo anglosajón, parece razonable que aceptemos la nueva palabra: el primer caso que se me ocurre es el de sandwich (o sángüich): si en un bar pedimos un «bocadillo» nos darán un bollo de pan con jamón, queso o chorizo dentro; y «emparedado» es un término cursi ya en desuso. Lo mismo podemos aplicar a whisky (que, por cierto, deberíamos escribir «güisqui») y tantos otros términos que hacen referencia a comida y bebida. Si alguien llama «tocino» al bacon (beicon o bacón) me imagino enseguida un cocido madrileño en vez de un desayuno inglés (aunque es peor si se le da el nombre de «panceta»). Incluso deberíamos aceptar humildemente algunas palabras con la grafía y pronunciación inglesas (como hacen sabiamente los italianos que no tienen empacho en aceptar los anglicismos) porque, de lo contrario, corremos el riesgo de la odiosa ambigüedad: así killer que es traducido habitualmente, y mal, por «asesino»; y tantas otras.

El tema es, por supuesto, casi inagotable y son muchas las obras publicadas (aparte, supongo, de tesis doctorales inéditas) sobre los anglicismos del español además de la estupenda obra de Emilio Lorenzo (Anglicismos hispánicos, Madrid, Gredos, 1996) a las que remito al lector. Pero como esto es un artículo nada académico, por simplificar voy a utilizar, a partir de ahora, algunos de los ejemplos que aporta Julio Llamazares (a quien, por otra parte admiro como escritor, aunque no comparta su punto de vista en el tema que nos ocupa) en Nadie escucha (Alfaguara, Madrid, 1995).

Curiosamente, lo que demuestran casi todos los términos que utiliza Llamazares es lo complejo que se ha hecho el mundo desde nuestra niñez. Se puede seguir diciendo, si se quiere, «guateque» en vez de party (aunque los jóvenes nos mirarán raro), pero las mujeres hoy, además de «medias», llevan otra cosa que se le parece, pero que es diferente y que ellas llaman tranquilamente pantis sin importarles una higa si es un anglicismo o no (la mayoría piensan sin duda que es un término tan castizo como cualquier otro, y eso es lo importante para una lengua). Lo mismo pasa con los kleenex (clínex) o el pub: antes sólo teníamos el «moquero» y para divertirnos estaban los bares (palabra, por cierto, de origen inglés) y la plaza para bailar. Y ya que hablamos de diversión, ¿cómo llamaremos a los compacts? ¿Llamaremos «recitado» al rap? Y, en el fértil campo de la «informática» (ya de por sí neologismo), ¿qué nombre daremos a los cdroms, a los disquetes y disqueteras, a los chips, a los escáners, a los fax, módems, la interfaz, el software y hardware, etc. etc? O, mejor dicho, ¿para qué inventar nuevos nombres para todo ello si ya los tenemos? ¿Y, aun si nos tomáramos la molestia de hacerlo, cómo conseguiríamos imponer los nuevos nombres?

En fin, y con esto termino, uno de los terrenos más abonados para recibir neologismos (sobre todo anglicismos) es el deporte (que, por cierto, viene de sport). En todos los deportes el grueso de la terminología procede del inglés porque es de allí de donde nos han venido los propios deportes (aquí en España, aparte de los bolos, la petanca y el juego de arrear zambombazos a una pelota contra el frontón de la iglesia, han predominado históricamente los «juegos de café», como el dominó o la brisca). Es cierto que resulta un poco tonto decir que algo nos ha dejado groggy en vez de «aturdido», pero igualmente tonto (y además, inexacto) parecería referirse al «escalafón de los tenistas» en vez de a su ranking. No vale la pena seguir aduciendo ejemplos porque resultaría sobre todo innecesario. Están en la mente de todos.

¿Por qué se escandalizan, pues, los puristas si ya llevamos casi un siglo diciendo fútbol, penalti, córner, golf, tenis? ¿Y, sobre todo, si llevamos siglos diciendo «ojalá», «alcohol» y «almazara»? Preocúpense ellos de utilizar bien las preposiciones, conjunciones y la sintaxis. Aunque tampoco le pasaría nada a nuestra lengua si se impone el malsonante «dequeísmo», -que se acabará imponiendo al paso que lleva. Y es que ahora es malsonante porque no se ajusta a la norma, pero dejará de serlo cuando nuestro oído se haya acostumbrado a ello. Y, después de todo, si se piensa despacio, ¿a qué viene ese empeño frenético por distinguir entre «he sabido que?» y «me he enterado de que..?» ¡Cuántas innovaciones han comenzado de esta misma manera!

José Luis Calvo Martínez
Universidad de Granada
jcalvo@platon.ugr.es





















1. Es cierto, sin embargo, por precisar un poco, que la extensión de la cultura a la generalidad de la población, unida a la uniformidad que los media propician en las sociedades modernas, ralentizan los cambios fonéticos y, en cambio, aceleran los sintácticos (véase el -mal- uso de las preposiciones por políticos y periodistas) y, sobre todo, los cambios e innovaciones del léxico.
2. Tampoco me refiero a casos históricos de sustitución de una lengua impuesta por otra (caso del español por el inglés en Filipinas); o de lenguas desaparecidas por la desaparición de sus hablantes o su absorción por comunidades mayores y/o más influyentes (caso de algunas lenguas amerindias).










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