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En la sección «Cabos sueltos» se publican notas breves en que se exponen argumentos o se facilitan datos para solucionar problemas concretos de traducción o terminología. El carácter normativo o meramente orientador de las soluciones aportadas se desprende de la categoría de las fuentes. PUNTOYCOMA

COLABORACIONES


Virus lingüísticos

Un virus lingüístico es un microorganismo agramatical que penetra en la frase y la infecta formal o nocionalmente, pudiendo extenderse a otras y reproducirse por falta de intervención autorizada; no es mortal para el idioma pero lo afea o empobrece.

Los virus, que tienen diferentes denominaciones según los autores, pueden aparecer en el lenguaje oral o escrito, ser fonéticos, léxicos o gramaticales, y entre los más enervantes encontramos:

  • la moda de la feminización a ultranza de vocablos en un doblete reiterativo de ingenuidad igualitarista («todos-y-todas-los-andaluces-y-andaluzas», «...algo que hay que superar entre-todos-entre-todas», «los-y-las inuit atravesaron el estrecho de Bering»);

  • las incorrecciones, propagadas por la falta de conciencia lingüística de muchos que tienen voz en la televisión y cometen errores léxicos, de coocurrencia, solecismo o laísmo («esperamos que ojalá...», «adentrarse mar adentro», «cerca de un centenar de muertos han perdido la vida», «el Alavés ha subido a los puestos de descenso», «a Encarna la gustaba vestirse bien»);

  • los virus importados por traducciones apresuradas o poco profesionales que incorporan al idioma calcos y barbarismos innecesarios, unas veces por desconocimiento y otras por exceso de confianza en los diccionarios.

Algunos de estos virus son más virulentos que otros y su capacidad de reproducción es asombrosa. A pesar de los intentos de desinfección por parte de algunas voces razonables son capaces de sobrevivir y proliferar. ¿Oponerse? Vano esfuerzo. ¿Cuantísimas veces se ha dicho y escrito que no es correcto hablar de «catástrofe humanitaria»? ¿Cuántos años hace que los profesionales del idioma han denostado este término y aconsejan hablar de «catástrofe humana» o de «tragedia humana», y sin embargo se sigue denominando así simplemente porque se calcó de otro idioma?

La moda de la creación de sintagmas vacíos, como los pares sexuales del primero de los grupos citados aquí, ha triunfado en el sociolenguaje, que se ha precipitado en una escalada verborreica. Sin darnos cuenta, los «niños» han pasado a llamarse «niños-y-niñas», la palabra «sociedad» se ha visto desplazada por el sintagma «la sociedad en su conjunto», nuestro «entorno» es siempre últimamente «nuestro entorno más próximo» por influencia del environnement proche; los indocumentados son «los sin papeles» (del francés sans-papiers, como «los sin techo»); los inmigrantes «ilegales» que acostan en las playas del sur o de Canarias han dejado de serlo desde hace ya tiempo. Ahora nos referimos a ellos, no como «ilegales», sino como «irregulares». «La gran labor llevada a cabo por las-fuerzas-y-cuerpos-de-seguridad-del-Estado» es otra de esas coletillas de todos conocida, gracias a los ministros del Interior. Con ella, la palabra «policía» casi ha dejado de existir como término en el tecnolecto político.

Eso de «el nuevo escenario político» empezó siendo simplemente una mala traducción de scénario, que en la jerga comunitaria significa trama, esquema y guión. El término «emergente», aplicado primero a los mercados, luego llega hasta el arte: «es un joven pintor emergente». El Comité de Sabios de televisión, que no es más que un comité de expertos, es calco del francés y de su Comité des sages. El uso de «evento», como sinónimo de acto, acontecimiento o manifestación cultural, no se sostiene a la luz de su definición por el diccionario («eventualidad, hecho imprevisto, o que puede acaecer»). También la fórmula comunitaria disyuntiva «y/o», que no es en absoluto necesaria en español, ha pasado el tamiz.

Muchos vocablos bárbaros llegan al idioma por culpa de los traductores apresurados, noveles o miedosos. En algún momento de la historia, los traductores los calcaron por pereza o por falta de personalidad, o por querer ser políticamente correctos, o por alinearse lo más posible con los textos originales redactados en inglés o francés. Los traductores comunitarios han creado una jerga que se ha difundido a través de los miles de documentos que las instituciones europeas generan en Bruselas. El nuevo léxico llega a la clase política, a las administraciones de los Estados miembros, que lo incorporan en su diálogo con las Instituciones comunitarias. Los políticos, al adoptar estas fórmulas novedosas e incorporarlas a su discurso, se convierten en sus difusores y garantes. Los periodistas, ellos mismos traductores ocasionales, contribuyen en el ejercicio de su profesión a la difusión del discurso de los políticos, la televisión igual. Los telespectadores y los lectores de periódicos se van acostumbrando a los nuevos términos. Con el tiempo, el término accede a Internet y adquiere carta de naturaleza universal, se globaliza y se autojustifica por su «frecuencia de uso». El mal término se ha impuesto en un tiempo relativamente corto. Los plazos de acceso de un término nuevo al léxico común se reducen cada vez más, siguiendo el compás de la instantaneidad de la información que todo lo tiñe.

Muchos de los términos que acaban imponiéndose en España provienen del mimetismo de modas ultrapirenaicas. Los traductores tienen su parte de culpa y muchos la aceptamos. A veces se oyen en la televisión traducciones deficientes, quizás hechas precipitadamente o por gente que sabe inglés pero desconoce las técnicas de traducción. Se observa en el doblaje de las entrevistas, documentales, noticias, etc. El resultado de algunas se asemeja a la traducción automática, una traducción por sustitución, con un léxico pobre, lleno de calcos, chocante, con galicismos o anglicismos.

Preparémonos para otros cambios que se avecinan, tipográficos esta vez. Por ejemplo, la notación de los siglos en cifras arábigas en vez de romanas está ya muy implantada en el idioma francés y seguramente no tardará en llegar introducida por traductores que se escudan en una supuesta fidelidad al original olvidando la fidelidad debida a la lengua término. Por supuesto que a todo ello puede encontrarse una justificación, pero a veces es traída por los pelos.

Un error que se repite o una moda gratuita se incrusta primero insidiosamente y adquiere luego cartas de nobleza por su frecuencia de uso. Este principio estadístico justifica la institucionalización del término, que al final es repertoriado en Internet con un índice de frecuencia más elevado que la formulación correcta. Es como si en una clase de traducción de 15 estudiantes se considerase correcta la versión de los 14 estudiantes que han cometido el mismo error o han cedido ante la moda y se invalidara la solución correcta o tradicional.

Infecciones por diccionario

Paradójicamente, los virus lingüísticos también proliferan en el propio «hospital», que en este caso serían los diccionarios. Los diccionarios bilingües son una fuente de errores porque acostumbran al traductor a la simple sustitución de términos cuando pasa de un idioma a otro. Los diccionarios son una herramienta fundamental, pero no exclusiva, que el traductor debe manipular con tanto respeto como prudencia, incluso desconfianza. El traductor debe liberarse de la seguridad y del confort psicológico que le proporciona el diccionario bilingüe tanto como de las trampas de la literalidad. El diccionario, de papel o virtual, es un objeto útil y al principio imprescindible, pero la experiencia prueba que, cuando se utiliza sin discernimiento, es una puerta abierta a toda clase de virus de traducción, anodinos en su mayor parte, pero que muestran que hay fisuras en la continuidad del sistema. En el paso del diccionario bilingüe al diccionario académico, a veces, el puente nunca ha existido.

Evidentemente, decir de un término que «no viene en el diccionario de la Academia», no es nada grave, apenas si significa algo. Hay muchos términos ausentes que no dejan por ello de formar parte integrante del idioma. Son esas palabras que tienen una realidad nocional pero, de alguna manera, van indocumentadas por el mundo, podríamos decir que son términos sin carnet de identidad. Nuestro diccionario académico, al denegar el carnet, decepciona a veces. En el DRAE no aparecen palabras como fuldense, canotaje, fancine, fidelizar, hexadecimal, videocasete, desregulación, partenariado (es cierto que la lista era mucho más larga hace tan solo unos años, en la vigésima primera edición, donde no aparecían ofimática, telemática, gripado, estátor, poliuretano, vinilo, felación o cunnilingus).

Decir que un término «no viene en el diccionario» no invalida forzosamente su uso, pero lo pone en tela de juicio, y, para un purista, emplearlo es dar carta de naturaleza y posibilidades de futuro a un nuevo virus que puede extenderse por la telaraña de Internet sirviendo de justificación a otros traductores noveles o apresurados. Pero, de igual manera, decir de un término que «sí viene» no justifica ciegamente su empleo.

La conclusión por hoy será corta y parecerá ingenua, pero es indiscutible. El uso intempestivo del diccionario, especialmente bilingüe, y la tiranía de la frecuencia de uso son dos vías preferidas de infección de los virus lingüísticos.

Carlos Muñoz
Institut Libre Marie Haps (Bruselas)
carlos.munoz@imh.be

 

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