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COLABORACIONES


El papel del traductor en una sociedad diglósica

La palabra nos remite a un tiempo de surgimiento de ideas y de nacionalidades y sus hablantes resignifican constantemente su realidad lingüística de acuerdo con las características propias de su identidad social y según el contexto histórico y cultural al que pertenecen. Un traductor, como embajador de su propia lengua y cultura, debe transitar los azarosos dominios de otras idiosincrasias y entender profundamente los mecanismos que las rodean y las protegen.

La lengua siempre ha sido un fenómeno dinámico que ha permitido a sus hablantes percibir, sentir y evaluar el mundo desde una perspectiva particular, aunque no puramente personal y subjetiva, ya que alberga la posibilidad de sostener un poder social, político o inclusive ideológico. Lengua e identidad social serían, por lo tanto, términos conectados a través de una inevitabilidad lingüística incompatible con la idea de solidez, inmovilidad y rigidez. De hecho, el español hablado en la llamada América hispana ha recorrido un largo camino de encuentros y desencuentros que desembocó en una percepción diferente y totalizadora del mundo con variadas y heterogéneas realizaciones léxicas y fonológicas.

La América prehispana era, en el siglo xv, un conjunto de pueblos y lenguas diferentes que se organizó políticamente como parte del imperio español y que, por medio de un lento y doloroso proceso, terminó adoptando la lengua del conquistador. La sustitución de lenguas nativas no ha sido total y en muchos casos no se ha obtenido el efecto deseado. El resultado es la coexistencia, no siempre armónica, de dos lenguas en una misma sociedad. Esta es la situación del castellano con respecto al quechua, al guaraní, al aymara y al mapuche, por ejemplo, que se encuentran en situación de diglosia. Este término remite al bilingüismo histórico en que la lengua de los nativos correspondía a una condición social y política considerada inferior. Según Fishman1, la situación de diglosia no es conflictiva en sí misma ya que las variedades correspondientes pueden estar interrelacionadas y ser utilizadas convenientemente. Sin embargo, en la práctica, la lengua «inferior» carece de valoración para cohesionar a sus hablantes y denota una inseguridad que los obliga a recurrir a la lengua dominante tanto para poder comunicarse como para obtener la presunta jerarquía que esa lengua detenta.

El contacto entre los distintos pueblos amerindios, el español y el esclavo africano que este último trajo, dio entonces origen a un hombre americano, biológica y culturalmente diferente que se estableció en distintas regiones y que sentó las bases de una lengua propia con todas las variedades léxicas, fonológicas y morfosintácticas del dialecto castellano original enriquecido por los aportes de las lenguas originarias. A este fenómeno habría que agregarle las subsiguientes y numerosas corrientes migratorias que poblaron las tierras latinoamericanas y que crearon un verdadero calidoscopio de dialectos convivientes que justifican lo que Lyons2 dio en llamar «la ficción de la homogeneidad».

Sin embargo, la fuerza intrínseca de la modernidad con su emblemática normatividad ha paralizado y desjerarquizado algunas de esas nuevas formas de habla que surgieron como resultado de las distintas fusiones. El concepto de «modernidad sólida», que introdujo el sociólogo Bauman, se adecua de manera más que apropiada para entender la rigidez y estructuración de las pautas lingüísticas que, a fines del siglo xix y principios del xx, trataron de imponer los intelectuales locales a fin de mantener la pureza de una lengua que apenas lograba consolidarse. Los vocablos surgidos de la convivencia con los inmigrantes que aparecían en las letras de tangos argentinos, por ejemplo, se descalificaban y se consideraban inferiores, del mismo modo que se evitaba adoptar palabras extranjeras en casi toda la región latinoamericana. Con el advenimiento de la posmoderna y fluida «era líquida» se quebró esta tendencia y se flexibilizó la palabra. Por otro lado, la globalización, lejos de ser un elemento de cohesión lingüística, ha acentuado la diversidad, poniendo en evidencia las diferencias entre las lenguas y las culturas que ellas representan, arrastrándolas a una inevitable inestabilidad y obligándolas a «aprender el difícil arte de vivir con las diferencias»3. El constante ingreso de palabras forjadas en la intimidad de otras geografías hoy desconcierta, intimida y relativiza el concepto de identidad. Para confirmar que un vocablo se ha incorporado al idioma por su uso, la Real Academia Española siempre ha apelado a la lengua escrita, pero hoy en día, con la increíble profusión de publicaciones en medios gráficos o en sitios de Internet, este recurso parece insuficiente. En esta «era líquida», las palabras se cuelan con descaro por todos los medios conocidos y se derriten al calor de la urgencia comunicativa. Los neologismos, especialmente de origen inglés, permiten la rápida y práctica asimilación de elementos foráneos pero también incitan al esnobismo lingüístico, el cual debería evitarse para no caer en una nueva situación de diglosia, donde el español sea ahora la lengua dominada, inferior o desprestigiada, solo usada por aquellos que no pueden alcanzar una cierta posición social o económica.

Son muchas las creaciones neológicas que de a poco se van incorporando a la lengua con la anuencia de la RAE, pero hay otra gran cantidad de expresiones que parecen adoptarse por necesidad de prestigio y de crédito internacional. Es en este punto donde la traducción converge como elemento indispensable para lograr el enlace de las distintas cosmovisiones y para sentar las bases de una comunicación eficaz. El «gerente de marketing» parece haber reemplazado al «gerente de comercialización o mercadeo» y aceptamos que jueguen al bridge o al golf, pero ¿cómo avalamos, desde nuestro rol de traductores, un texto donde el CEO y su staff se van a un happy hour, acompañan a sus hijos a un pijama party y se van en su traffic al country?

De todos modos, la identidad, como dice Bauman, es algo que hay que inventar más que descubrir, y para llevar a cabo esa invención, nada mejor que la lengua como herramienta viva de significación y trascendencia. Si un pueblo es lo que habla, los traductores debemos buscar en la conformación de los idiomas con los que trabajamos las huellas de la idiosincrasia atávica que representa a cada cultura y decidir qué elementos podemos utilizar para poder establecer un intercambio enriquecedor y democrático.

Marcela Azúa
Universidad del Museo Social Argentino (Buenos Aires)
azuamar@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Fishman, Joshua A., The Sociology of Language, Newbury House Publishers, Rowley, Massachussetts, 1972.
2 Lyons, John, Language and Linguistics: an Introduction, CUP, Cambridge, 1981.
3  Bauman, Zygmunt, Modernidad líquida, trad. de Mirta Rosemberg y Jaime A. Squirru, FCE, Buenos Aires, 2005.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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