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¿Espagnol d'Espagne o espagnol étranger?

Esta nota no contiene disquisiciones eruditas ni propone recetas. Son observaciones banales y empíricas, ayunas de apoyaturas bibliográficas, desprovistas de toda pretensión. Diría casi que, para un hispanohablante, son evidencias o lugares comunes. Pero denuncian un error que estimo inaceptable, invitan a obrar en la buena dirección y tal vez (como ocurre con tantas evidencias no formuladas, de ésas que «por sabidas se callan») no sea inútil ponerlas por escrito.

Hace unos meses, paseando por Internet, di con un artículo sobre las traducciones literarias al castellano (tema doloroso para un hispanohablante... pero éste es otro cantar...) cuyo autor afirmaba, muy didascálico: «The Spanish speaking world [...] has two main distinct language regions separated by the Atlantic Ocean.» De lo cual se desprendía una conclusión práctica, a saber: «most of the books certainly require two distinct Spanish versions.»

Si al hacer mis primeras armas en la traducción, que era entonces una ocupación ocasional, logré salir airoso de mi combate con un texto alemán sobre Kant, fue gracias a un excelente diccionario bilingüe que, en cada caso, indicaba con precisión los diversos particularismos: «en Colombia, significa tal cosa; en Nicaragua, tal otra». Como era bisoño en estos menesteres, tendía a pensar cándidamente que todo diccionario bilingüe respetable procedería así. Cruel desengaño: al trasladarme a Francia, descubrí diccionarios para los cuales había aparentemente «dos» castellanos, a saber, el «normal» y el constituido por los que llamaban «americanismos», comodísimo cajón de sastre, de anchas tragaderas (desde Ushuaia hasta el Río Grande... modestamente, como diría Vittorio Gassman), al que se relegan las «extravagancias» de esos marginales que representan un 85% de los usuarios del idioma.

La misma tesis profesa aparentemente el editor de mi «módulo de lenguas», que me propone -grotescamente- elegir entre el «español de España» (ES) y el «español de América» (EA), con la misma soltura con la que propone (en este caso fundadamente) un «inglés del Reino Unido» (UK), un «inglés americano» (US) y (esto puede discutirse) un «inglés australiano». Tal dicotomía me parece falsa y hasta rayana en la impostura (como con toda impostura, no ha de faltar quien viva de ella). Hay mucho más gruesas diferencias entre el habla de Méjico y la de Uruguay, por ejemplo, que las que puede haber entre las de Castilla y Colombia, verbigracia. A un argentino, una receta de cocina venezolana depara tantos motivos de estupefacción (y no son pocos) como a un vecino de Mondoñedo o de Carmona. (Desde luego, tratándose de animales o legumbres, menudean las variantes, pero esto no es una exclusividad hispanoamericana: aun en la centralista Francia, el mismo pez que en Mediterráneo se llama loup responde (digamos) al nombre de «bar» en el Atlántico: es el que en España se llama «róbalo», digo «llobarro», digo «lubina»...) Esto, por no hablar de las diferencias más generales entre las prácticas del castellano de las diversas regiones españolas: pongamos entre Cataluña y Galicia, para mayor claridad. (Cabe señalar que numerosos «americanismos», conjeturo que la mayoría de los que no derivan de lenguas amerindias, no son sino arcaísmos o regionalismos españoles, algunos vigentes y otros ya olvidados.)

Un día asistí en un estanco del distrito XV de París, donde yo residía, a una tentativa frustrada de diálogo entre la estanquera y un joven verosímilmente escandinavo que hacía tan meritorios como vanos esfuerzos por explicarse en una lengua germánica, aunque tal vez fuera en lapón. Agotada su paciencia, la buena mujer, que me había oído alguna vez hablar la lengua de Cervantes con un amigo ibérico, solicitó mis buenos oficios de intérprete ocasional con estas palabras: «Monsieur, vous qui parlez étranger...» Esto del espagnol d'Amérique me recuerda a la cartesiana estanquera del XV. Y me pregunto si no habría que llamar espagnol étranger a ese espectral mamarracho.

Como lector, yo, hispanoamericano, debo resignarme a consultar un glosario cuando leo al peruano Vargas Llosa (hoy miembro de la Real Academia Española), y así me entero de que «calato» significa «desnudo» y cuando el mejicano Carlos Fuentes me habla de «camión», si quiero entenderlo debo saber que en Méjico se llama «camiones» a los autobuses, que al «pavo» le dicen «guajolote» y que un «plagio» puede significar un secuestro.. Cuando un mejicano me dice «vuelvo hasta marzo», entiendo o desentiendo tanto como un extremeño o un astur, a no ser que un alma piadosa me aclare que en tales frases «hasta» significa «no.... hasta». Mutatis mutandis, otro tanto cabe decir de los «acentos», cuyo arco iris no es menos ancho en la Península que en la opuesta orilla del mar.

La verdad es que, hasta ahora, sólo he logrado identificar dos o tres rasgos comunes que pudieran caracterizar la lengua oral y escrita de Hispanoamérica y distinguirla de modo neto de la usual en España. Uno podría ser, por cierto, la desaparición en América de la diferencia entre los fonemas /s/ y /θ/: pero ni siquiera es éste un criterio distintivo, pues lo mismo se observa en Andalucía. Otro parece ser (aunque no he agotado mis averiguaciones, ni mucho menos) el desuso en América de la segunda persona del plural («vosotros») y de los adjetivos y formas verbales correspondientes. También parece distinguirnos el «leísmo» (uso de «le» como acusativo del tercer pronombre personal, tratándose de personas): es forma dominante (pero no exclusiva) en España (sin hablar de ciertos autores, y no de los menores -pienso en Unamuno- que de una página a otra cambian de norma); pero he oído a ciertos hispanoamericanos ceñirse a esta regla en su lenguaje oral o fluctuar caprichosamente entre ambos usos.

Según el autor del texto encontrado en Internet, los lingüistas distinguen «some two dozen subregions, in which Spanish is spoken and written differently». Dos docenas de subregiones, casi tantas como Estados soberanos de lengua castellana: ¿por qué no? (Cabe apuntar aquí que, en buena lógica, nuestro autor debería reclamar veinticuatro versiones de cada texto traducido... y recíprocamente, volveríamos a esas inefables traducciones francesas «de l'argentin» o «du colombien» que florecían hace unos años.) No tengo sobre esto información de primera mano. Se trata probablemente de distinciones de gran interés teórico. Pero en cuanto traductor, lo que me importa es atenerme a una división del mundo hispánico que sea pertinente para mi práctica.

Me toca a veces traducir textos destinados al público hispanohablante urbi et orbi y, en particular, algunos difundidos por Internet. Entonces no puedo dejar de tomar en cuenta los usos particulares. Sabiendo que, por ejemplo, en España o en la Argentina se dice habitualmente «coche», mientras que en Perú o Venezuela prevalece «carro», me atendré al común denominador: escribiré «automóvil», y así todos me entenderán y santas Pascuas. Conviene también saber que ciertos vocablos, de uso corriente en algunos países, pueden ser «impresentables» en otros, por cobrar un significado sexual o escatológico que ha acabado por prevalecer sobre el primero: es preferible, en cuanto sea posible, reemplazarlos por un término equivalente. Al limitar así mi «paleta» de sinónimos, tendré que hacer algunas piruetas para evitar cierta monotonía. En ciertos casos trataré de conjurarla introduciendo, de vez en cuando, alguna de las variantes, en dosis homeopáticas y allí donde el contexto no deje lugar a dudas sobre su sentido: en un texto destinado a un público hispanoamericano, para el cual computer se traduce por «computadora» o «computador», deslizaré de trecho en trecho «ordenador» (el término impuesto en España, aunque tomado del francés): la maniobra puede facilitarse escribiendo de entrada, por ejemplo, «una computadora u ordenador». No está mal, dicho sea de paso, que los usuarios y servidores de la lengua común nos familiaricemos con las variantes vigentes en otras comarcas del ámbito hispánico.

Desde luego que en las traducciones literarias no siempre es posible apelar a tales expedientes. Allí no queda más remedio que tomar partido. Pero lo que importa es hacerlo con pleno conocimiento de causa. (Causa que, desde luego, está perdida de antemano tan pronto como entran en juego los diversos «argots»: compadezco al madrileño que intente descifrar un texto de Frédéric Dard o de Céline traducido en Buenos Aires o en Caracas...)

Y en este sentido, lo que importa no es averiguar las divisiones elaboradas por los lingüistas con preocupaciones teóricas, sino preguntarnos: ¿cuáles son los centros de producción cultural (editoriales, productoras cinematográficas o de series televisivas, etc.) del mundo hispánico? No creo que estos centros pasen de una buena media docena: España, desde luego, Méjico, la Argentina, y tres o cuatro más. Estos centros difunden su producción en los países vecinos, y los «consumidores» de los países no productores (o productores en menor escala) se allanan necesariamente a los usos impuestos por los centros en cuestión, aunque no los incorporen a su práctica cotidiana.

Ignoro si alguien ha acometido ya este inventario: quien lo intentara haría obra útil. En todo caso, denunciemos esa patraña de «los dos castellanos»...

Luis Felipe Carrer
Traductor (París)
106626.2140@compuserve.com

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