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COLABORACIONES


Sobre el concepto de revisión

Aunque la institucionalización de la figura del revisor pueda parecer un fenómeno propio de nuestro siglo (impulsado por dos realidades nuevas, a saber, el crecimiento espectacular del número de traducciones no literarias y el nacimiento de servicios de traducción en los que era posible alcanzar la «masa crítica» de profesionales necesaria para introducir cierto grado de especialización en el trabajo), es sabido que la práctica de la revisión no tiene nada de novedoso y que es posible encontrarle antecedentes en épocas muy alejadas de la actual. Cuentan incluso que san Jerónimo, valga la anécdota, tiempo antes de acometer la Vulgata, emprendió la revisión de una versión latina anterior de los evangelios. La justificación inicial de la revisión probablemente fuese empírica, como tantos otros aspectos del oficio. Se revisaba, cuando era factible, porque quienes trabajaban en el ámbito de la traducción se habían dado cuenta de que, haciéndolo, la calidad del producto mejoraba.

En mi opinión, sin embargo, sólo en los últimos años ha encontrado esta práctica una fundamentación sólida, consecuencia de la evolución reciente de la teoría de la traducción. Por un lado, el nacimiento de la lingüística del texto, y su progresiva aplicación a la traducción a partir de los años ochenta, hace que se reconozca como objetivo esencial del traductor el de conseguir un texto globalmente equivalente al original. Gana terreno la idea de que la traducción es una actividad holística cuyo propósito es captar el mensaje de un texto origen con la ayuda de otro texto en lengua término, propósito que determina la manera concreta de reproducir los signos de niveles inferiores. Por otro lado, sin embargo, los experimentos realizados por los investigadores de la traducción como proceso, que se interesan por sus aspectos cognitivos y psicológicos, confirman lo que cualquier practicante de la misma puede deducir de su propia experiencia: el traductor está obligado a trabajar de una manera parcelada y secuencial, por lo que su atención suele estar centrada, en función de diversos parámetros, en el sintagma, la cláusula o la oración. Esta contradicción entre los aspectos global y local del acto traductor, entre la unidad de la traducción y las unidades del traducir, es la que impide considerarlo cerrado mientras no se haya efectuado una relectura completa del texto traducido. Al proceder a ella, ausente ya la presión asociada a la búsqueda de correspondencias de detalle, debe intentarse sobre todo garantizar la adecuación de dicho texto en todos los aspectos supraoracionales (cohesión, coherencia y demás principios constitutivos de la textualidad). Naturalmente, y ya que, reutilizando un viejo aforismo de los programadores informáticos, «toda traducción no trivial contiene al menos un error», se suele aprovechar también tal relectura para comprobar al paso otros extremos, como puedan ser la fidelidad al original y la corrección gramatical del texto traducido. No otra cosa es la revisión.

Así entendida, la revisión constituye en efecto un componente ineludible del acto de traducir: es su última fase, de tanta importancia que algunos teóricos llegan a incluirla como tercer elemento en sus modelos del proceso de traducción, completando la tradicional distinción bipartita entre la fase de análisis o comprensión y la de síntesis o reexpresión. En este sentido, sí encuentro acertada la afirmación de Ramón Garrido de que «un texto no está traducido hasta que no está revisado».

Este planteamiento deja abierta, desde luego, la cuestión de quién debe efectuar este trabajo de revisión. Resulta incuestionable que puede correr a cargo de la misma persona que ha traducido el texto. Sin embargo, no solo no parece lo óptimo, sino que existen buenas razones para considerar preferible que se encargue de ello otra persona (y el hecho de que esto sea lo que a menudo se denomina revisión demuestra que es algo que casi se da por sentado). En primer lugar, está la necesidad psicológica de distanciarse del trabajo reciente, para que se borren de la memoria las huellas que entorpecen una relectura sin prejuicios del texto traducido. Es éste un hecho conocido desde siempre y por todos los profesionales. En la práctica, empero, existen numerosos entornos de trabajo en los que la traducción debe entregarse dentro de un plazo estricto, y por lo tanto resulta imposible que el traductor deje reposar su texto en un cajón para abordarlo luego en las mejores condiciones posibles. De ahí la extremada conveniencia de que sea otra persona la que proceda a revisarlo. Si esta primera razón es particularmente aplicable cuando se trabaja con plazos prefijados, la segunda tiene carácter general: cuando revisa una persona distinta de la que traduce, los conocimientos y la experiencia de ambos nunca coinciden por completo, en virtud de lo cual puede crearse una sinergia que redunda en beneficio de la calidad de la traducción. En mi opinión, esta es sin duda la «mejor práctica» en este ámbito, especialmente si el que revisa es un profesional de experiencia y conocimientos superiores a los del traductor en algún aspecto pertinente.

Que la revisión puede también emplearse para otros fines es manifiestamente cierto. Se ha subrayado, por ejemplo, el valor formativo que puede tener tanto para el que traduce como para el que revisa. Personalmente, aún guardo recuerdo de las revisiones que una profesional de primera línea, después galardonada con el Premio Nacional de Traducción, hacía de los libros traducidos por mí, hace ya bastantes años, para la colección de la que ella era responsable en una editorial madrileña. También se ha señalado su importancia en el proceso de control de calidad. Sin duda la revisión puede formar parte (y la formará casi siempre) de los programas de aseguramiento de la calidad o de gestión de la calidad total en el ámbito de la traducción. Pero estos otros beneficios se inscriben, en cualquier caso, en un marco que conviene distinguir del de la traducción en tanto que tal.

Así pues, entiendo que «revisión» es una etiqueta que se aplica cuando menos a dos elementos distintos: en un caso, a un componente imprescindible del proceso de traducción; en otro, a un elemento constitutivo (entre otros, como asimismo lo es el traducir exclusivamente hacia la lengua materna) de la mejor práctica en materia de traducción. En el mundo real, como es obvio, puede que en ocasiones no resulte materialmente posible que un texto lo revise una persona distinta del traductor: entran en juego aquí las condiciones de trabajo. Puede revelarse incluso innecesario, en función del producto que se ofrezca al cliente (que en cualquier caso deberá tener conocimiento pleno de qué es lo que se le entrega) o solicite éste. Pero también es cierto que en determinados contextos laborales todo parece estar a favor de la aplicación de la mejor práctica. Son claro ejemplo de ello los organismos internacionales, cuyos servicios de traducción trabajan con plazos impuestos y cuentan con una nutrida plantilla de traductores, por añadidura experimentados, que traducen esencialmente no tanto como individuos, sino en calidad de miembros de un colectivo. Supongo que esto explica que la revisión venga siendo práctica institucionalizada desde hace décadas en estos organismos.

Remigio Gómez Díaz
remigio.gomez@ec.europa.eu

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