  
COLABORACIONES
Cómo clasificar
las clasificaciones
IV. El gran reto: un dendrograma de todas las lenguas
En los números anteriores de puntoycoma pudimos ir estudiando las
sucesivas aportaciones de la cladística tanto a la sistemática como a la
clasificación de las lenguas. En nuestra colaboración precedente hemos visto hasta
qué punto una taxonomía de tipo filogenético podría ayudarnos a situar los
orígenes, y ahí conocimos a Luca (último
ancestro común de todas las especies vivientes) y a la protolengua.
Habíamos
finalizado ese artículo hablando de la importancia de que la protolengua tuviera
chasquidos (clicks); si partimos de
ahí y nos atenemos a un método científico para el primer desglose de nuestra
clasificación, veremos que una de las hipótesis más corrientes (la que procede
a una primera separación entre idiomas africanos y no africanos) no es la correcta.
En efecto, con arreglo al principio de parsimonia, lo más probable es que los
chasquidos solo desaparecieran una
vez: es decir, que la división inicial entre los primeros grupos de lenguas
fuera la que separó las familias que conservaron los chasquidos de los idiomas
que los abandonaron (quizá deba aclarar que los chasquidos que están presentes
actualmente en ciertas
lenguas bantúes meridionales son meros préstamos recientes de las lenguas
koisanas).
Y todos esos
idiomas son exclusivamente africanos; así pues, si recordamos lo que aprendimos
cuando hablamos de la clasificación de las lenguas austronésicas (su origen en
Taiwán, indicado por la existencia ahí de los primeros desgloses del grupo:
véase
puntoycoma n.o 121, p. 7), podemos
observar que esta primera división de la protolengua confirma naturalmente su
origen en ese continente; como decía Plinio el Viejo: ex Africa semper aliquid noui. Y la continuación de la historia no
es otra que la de la salida de África, esta vez muy posiblemente a partir del
estrecho que hoy se llama la puerta del
duelo (Bab el-Mandeb).
En dirección al Sol naciente
Hay pruebas arqueológicas del
asentamiento de Homo sapiens desde la
China meridional hasta Australasia hace al menos 50 000 años. Ello demuestra que
unas reducidas poblaciones australoides (pequeños grupos de recolectores
cazadores de baja estatura y piel oscura, seguramente adornada con pinturas y
tatuajes) siguieron la costa septentrional del Océano Índico en un azaroso viaje
hacia oriente. Es evidente que, dentro de lo que cabía, era el camino más fácil:
seguían viviendo más o menos en la misma latitud y bajo el mismo clima tropical;
además, en el caso de que escaseara la caza, siempre podían disponer de varios
tipos de recursos marinos sin mayores problemas (recordemos que estamos hablando
de pueblos paleolíticos que, aunque desconocían incluso el manejo del arco y las
flechas, poseían ya ciertos rudimentos del arte de la navegación y debieron
convertirse rápidamente en expertos pescadores).
Actualmente,
varios geógrafos y antropólogos atribuyen a ese eje horizontal de este a oeste muchas de las ventajas
comparativas con que los pueblos eurasiáticos han contado históricamente. En
detrimento, claro, de los africanos y amerindios, cuyo eje principal se sitúa
en la dirección vertical, de norte a sur,
lo que dificultó bastante las migraciones y la comunicación entre sus
poblaciones en general.
Pero, ¿existen
indicios que puedan confirmarnos que fue ese el itinerario real que tomaron?
Claro que sí, a pesar de que nuestra investigación se enfrenta aquí a graves
carencias, pues el calentamiento posterior de nuestro planeta provocó un
aumento del nivel del mar que nos ha sustraído, tal vez para siempre, los datos
arqueológicos que constituirían la evidencia indiscutible de tal odisea. Sin
embargo, hay que recordar la vieja máxima de la arqueología según la cual «la
ausencia de la prueba no constituye prueba de la ausencia», y en este caso los
propios pueblos de tipo australoide que han conseguido subsistir hasta hoy en
día constituyen testimonios vivos de ese largo periplo: las poblaciones
negríticas residuales del Hadramaut, de Irán y del Baluchistán, los veddas de
Ceilán, algunos grupos tribales de la India, los mani de Tailandia, los semang
y los sakai de Malasia y los aetas de Luzón pueden ser sus últimos
representantes, entre los que destacaría sobre todo a los andamaneses, que,
completamente aislados en su archipiélago, fueron los únicos (al menos en las
islas meridionales, las más apartadas) que
no perdieron su lengua ancestral, que muestra una lejana afinidad con los
idiomas indopacíficos de los papúes de Nueva Guinea (no hace mucho se investigó
en el Nepal una lengua prácticamente extinta que parece tener ese mismo
parentesco: podría ser otra preciada reliquia de ese primer gran viaje, hablada
por un pueblo del paleolítico que fue empujado hacia las zonas montañosas del
norte por las migraciones posteriores). Y a todas esas pruebas hay que añadir
otras igual de importantes: los análisis genéticos que están llevándose a cabo
actualmente y que van confirmando esa teoría.
Interludio pamiriano
En los años sesenta del siglo pasado
estudiaba yo el bachillerato y recuerdo aún algunos cursos sobre el origen de
la humanidad. En esos tiempos, a pesar de que ya se habían logrado
desenmascarar supercherías eurocentristas como la del supuesto «hombre de
Piltdown», los avances de la paleoantropología se recogían con cierta aprensión,
y los hallazgos en África (australopitecos y zinjántropos)1 o
en el extremo oriente (pitecántropos y sinántropos)2
se interpretaban de una forma muy sesgada; es decir, lo que me enseñaron se
ajustaba plenamente a las corrientes dominantes de aquella época: incluso hubo
quien pergeñó curiosas hipótesis, basadas en algunos libros sagrados del
monoteísmo, que situaban el «paraíso terrenal» en la zona del Pamir, con la
peregrina excusa de que de ese altiplano fluyen cuatro ríos mal contados.
Aunque mi
profesor era del Opus y acabó con un cargo en el régimen, no citó de forma
explícita el fluuius egrediebatur ex Eden
ad irrigandum paradisum, qui inde diuiditur in quattuor capita (Génesis 2,
10), pero sí habló de una Cuna de la
Humanidad en el Techo del Mundo,
situado en plena «línea de Movius», donde se supone que unas oportunas
glaciaciones aislaron a los seres humanos (que cabía aceptar que habían
aparecido todos ahí) y los separaron en tres grupos, de tal manera que unos acabaron
emigrando al oeste (los antepasados de los blancos);
otros, al este (los de los amarillos),
y los últimos, al sur (los de los negros).
Si bien es
cierto que se trataba de una hipótesis que databa de cuando los cristianos dominaban
la Tierra, podría admitir que era hasta bonita, aunque no cuadrase muy bien con
la realidad incontestable de determinadas poblaciones a todas luces
preexistentes (como los bosquimanos, los negritos, los papúes o los
australianos)3.
El golpe de gracia lo recibió al demostrarse que el origen único del Homo sapiens se hallaba en África, y no
en Eurasia.
Tal vez
porque, como acabo de decir, la hipótesis tenía algo de elegante y porque uno
le coge apego a lo que le enseñan de jovencito y no lo abandona hasta que no
queda más remedio, podría denominar «neopamiriana» a la posibilidad, menos
descabellada, de un origen en esa zona de ciertos grupos de lenguas destinadas
a una gran expansión, que vendría avalado por las investigaciones de unos genetistas
que han estudiado los desplazamientos prehistóricos de los individuos que
presentan un determinado haplotipo (o combinación de alelos) en el cromosoma Y,
cuya población han denominado clan
eurasiánico, aunque seguramente esa propuesta, que vamos a conocer
enseguida, no podrá dejar de ser una mera hipótesis mientras no llegue a
confirmarse con pruebas fósiles o arqueológicas más sólidas.
Rumbo al norte, 40 000 años atrás
Lo que es totalmente
indiscutible es que, hace 40 000 años, Homo
sapiens llevaba ya muchos siglos ocupando toda África, el Asia meridional,
la Insulindia, Melanesia, Australia y Tasmania, y seguramente la mayoría de idiomas
que hablaban sus poblaciones podrían agruparse en cuatro o cinco grandes
grupos: el koisano, el congo-sahariano, el indopacífico, el australiano y tal vez el áustrico
(véase el glosario publicado en
puntoycoma n.o 121); no voy a caer en
la osadía de citar aquí lenguas extintas de las que lo ignoramos casi todo, como
las que entonces debían de hablar todavía los pigmeos del África ecuatorial.
Por aquella época, algunas poblaciones de H. sapiens
empezaron a tener que irse dirigiendo hacia nuevos horizontes, lo que las
alejaría cada vez más de su hábitat original. Incluso cabe la posibilidad de que
algún grupo australoide remontara la costa del Pacífico y lograra entrar en
América, aunque con toda probabilidad acabara extinguiéndose (la migración
paleoamerindia es bastante homogénea y, seguramente, mucho más reciente).
Volvamos,
pues, a ese curioso «clan eurasiánico». ¿Cuáles podrían ser las lenguas que
hablaban? Con toda probabilidad, las que hace veinticinco años fueron agrupadas
por algunos lingüistas soviéticos bajo la etiqueta del dené-caucásico, que tal vez habrían llegado a extenderse por todo el
norte del Viejo Continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Al parecer, de
ese enorme grupo (o «macrofilo») solo habrían subsistido hasta nuestros días
unas pocas familias (como los idiomas del norte del Cáucaso, las lenguas
siníticas y tibeto-birmanas y algunas de las que posteriormente pasaron a
América para formar el grupo na-dené) y unos minúsculos islotes (como el
euskera, el buruchaski, el nihalí y el yeniseyo).
Si imaginamos que salieron del macizo del
Pamir, sus valles pudieron haber conducido al este a los protochino-tibeto-birmanos,
al norte a los protodené-yeniseyos y al oeste a los protocaucásicos; estos
últimos coincidirían seguramente con las poblaciones que la paleontología
clásica conoce con la denominación de hombres
de Cromañón (por los fósiles
encontrados en 1868 en Cròs Manhon, en el departamento de Dordoña), que serán
los primeros en entrar en Europa.
Tal vez alguien me objetará que olvido que
Europa ya estaba habitada desde tiempos inmemoriales por los hombres de Neandertal (llamados así por
los fósiles encontrados en 1856 en Neandertal, en el distrito de Düsseldorf).
Pues no lo ignoro, pero en lo que respecta a nuestras investigaciones en el
campo lingüístico los neandertales de Europa no cuentan para nada en absoluto. Y
ya sé que diciendo esto puedo liarla.
Súbita neandertalofilia
En estos últimos años han
adquirido bastante relevancia mediática ciertos defensores a ultranza del hombre
de Neandertal, a quienes saca de sus casillas todo lo que les parece una
discriminación contra esa gente (ya quisieran ese fervor para sí muchos
colectivos de inmigrantes actuales).
Como de costumbre, quiero ir con la verdad
por delante y dejar algo bien patente: los hombres de Neandertal no pertenecen
a nuestra especie; es decir, no son Homo
sapiens. Y puedo presentar una demostración clarísima de ello, pues, desde
los tiempos de Linneo, la prueba irrefutable de que dos poblaciones son de la
misma especie es que pueden cruzarse entre sí. Y no existe ningún tipo de
descendencia mixta entre los neandertales de Europa y los cromañones, por mucho
que los paladines de esa supuesta hipótesis se aferren a un par de esqueletos en
mal estado como a un clavo ardiendo.
Ningún ser humano actual puede pretender que
desciende de los neandertales, mientras que muchos, sobre todo los de origen
europeo o asiático centroccidental, pueden afirmar que tienen por ancestros a
los cromañones4. Adviértase que con esto no le
hago ningún feo al hombre de Neandertal: constatar la diferencia no implica
negar ninguna capacidad a esos hombres (ni a esas mujeres); no nos corresponde
para lo que estamos estudiando ahora en estas páginas entrar en ciertas
divagaciones recientes sobre si se servían de adornos, creían en espíritus,
eran caníbales o qué hacían con sus muertos. Sencillamente, solo los menciono
como «grupo exterior» al H. sapiens (exterior,
ojo: ni «inferior» ni «superior»).
Los neandertales se extinguieron hace poco
menos de 30 000 años y nos dejaron como única especie humana sobre la Tierra (dejando de lado posibles
pequeñas anécdotas marginales en alguna isla de la Sonda); seguramente, la única
gran novedad migratoria desde entonces hasta el advenimiento del neolítico fue
la travesía por poblaciones paleoamerindias, hace unos 20 000 años, del istmo
hoy convertido en el estrecho que conocemos por el nombre del navegante danés
Vitus Bering.
Irrumpe el «neoglótico»
La diferencia que me enseñaron a
mí en la escuela entre el paleolítico y el neolítico era que el primero fue «la
edad de la piedra tallada» y, el segundo, «la edad de la piedra pulida»; confieso
que, visto de esa manera, no me dio la impresión de que debiera tratarse de un
cataclismo de especial importancia. Sin embargo, ese neolítico, que en la
paleontología tradicional marca convencionalmente el final del pleistoceno, iba
a suponer la mayor revolución que jamás ha tenido lugar en toda nuestra historia:
tanto tecnológica (pues la
agricultura y la ganadería iban a reemplazar a la recolección y a la caza) como
social (la aparición de excedentes de
producción dio lugar a la primera sociedad verdaderamente dividida en clases) y
demográfica (representó una enorme
explosión que llegó a centuplicar el tamaño de la población).
Una mutación de tal calibre no podía sino
tener un impacto inmenso en la situación lingüística. Y así fue, hasta el punto
de que Morris Swadesh marcó ahí una nítida frontera entre dos eras que bautizó
con los neologismos de paleoglótico y
neoglótico. Centenares de idiomas
iban a conocer una gran expansión, al mismo tiempo que otros miles iban a desaparecer
para siempre, sin dejar ninguna huella. Está claro que los que se extendieron
por todo el planeta en ese neoglótico
fueron los hablados por la gente que había llevado a cabo esa revolución. Sus
principales paradigmas serían el afroasiático
y el indoeuropeo.
El primero volvería a penetrar en el continente
africano, donde unos pueblos protobereberes y protocusitas desplazarían a las poblaciones
ancestrales de recolectores cazadores y ocuparían todo el norte del Sáhara, del
Magreb al Cuerno de África. El segundo sumergiría las antiguas lenguas de
Europa y del Asia occidental, con las contadas excepciones que ya hemos visto,
y se extendería al este hasta el norte de la península indostánica (y mucho más
tarde, ya en tiempos históricos, entre los siglos
XVI y
XVIII, serían lenguas del grupo
indoeuropeo las que se abrirían paso en Asia central desde los Urales hasta el
Pacífico, y también las que llegarían a ocupar toda América y gran parte de
Oceanía, hasta lograr imponerse como el grupo lingüístico que cuenta actualmente
con el mayor número de hablantes del mundo entero).
Mesopotamia, ¿segundo Pamir?
Dejando de lado la posible
anterioridad de cultivos primitivos de algún género de ñame, limitados a
determinadas zonas de Nueva Guinea, es prácticamente seguro que el primer origen
de la actividad agrícola (y, por ende, del neolítico) debió situarse hace algo
más de 10 000 años en la tierra que los geógrafos de la antigua Grecia
denominarían luego Mesopotamia (el actual Iraq).
Es realmente asombroso ver cómo en esa área,
relativamente pequeña, coexistieron o fueron sucediéndose diferentes idiomas
que formaban parte de familias lingüísticas muy dispersas y que, además,
constituyen los primeros testimonios escritos que han llegado hasta nosotros.
El primero, el sumerio, tal vez
miembro del gran grupo dené-caucásico que ya conocemos; al este, el elamita, emparentado con la familia
drávida; al sur, el egipcio, que
algunos relacionan con otras lenguas africanas; al norte, el hático, el hurrita y el urartiano,
quizá de familias caucásicas, y por fin el acadio
y el babilonio, lenguas afroasiáticas
de la familia semítica, y el hitita,
el lidio y el luvita, del grupo indoeuropeo. Posiblemente también se hablaran
idiomas de la familia kartúlica en la
orilla meridional del Mar Caspio, que luego serían empujados por los
indoiránicos hacia el sur del Cáucaso.
El árbol de todas las lenguas
Creo que tras este vertiginoso
viaje por la historia de los principales movimientos de la humanidad ya estamos
en condiciones de atrevernos a esbozar un dendrograma de todas las lenguas: véase
la figura 1 y su desglose parcial (el «terafilo macronostrático») en la
figura 2. Es casi seguro que esta clasificación (cuyo estudio fue iniciado
por atrevidos pioneros que pertenecían a dos disciplinas hasta entonces bien
distintas: genetistas como Luca Cavalli-Sforza o lingüistas como Merritt
Ruhlen) irá variando a medida que podamos ir verificando nuestros conocimientos
de la historia de nuestra especie y de sus migraciones; aquí, al contrario de
lo que dije en mi artículo anterior (puntoycoma n.o 122, p. 7) hablando del cladograma
de los seres vivos, sería muy aventurado por mi parte pretender simplemente que
toda la estructura pueda considerarse correcta, pero creo poder afirmar que eso
representa una cuestión de menor trascendencia si estas propuestas nos han
ayudado ya a comprender mejor el alcance de lo que implica una clasificación
cladística y la enorme importancia de este método.
Lo fundamental es que hayamos podido
comprobar fácilmente que solo una taxonomía de tipo filogenético puede
ofrecernos una panorámica científica de la diversidad real y la posibilidad de
plasmar en unos gráficos únicos todos
los vínculos genealógicos (y ya hemos visto en cada artículo de esta serie que
esas figuras pueden valer tanto para los seres vivos como para las lenguas). Un
ejemplo claro es el filograma que habíamos presentado en la figura 3 de
puntoycoma n.o 121, que mostraba quién desciende de quién y
cuándo se produjo dicha descendencia. En él hubieran podido añadirse aún más
datos, como el número de especies de cada cladón, en función del grosor de las
líneas (lo mismo cabría decir de los filogramas de las familias lingüísticas, en
los que el espesor de los trazos puede indicar el número de lenguas de cada
grupo). También podría haber añadido una gama de colores para mostrar
diferencias morfológicas o tipológicas, e incluso localizaciones geográficas.
Sin duda, podríamos comparar lo que ha
significado este avance, salvando las distancias, con lo que supuso en su
momento para la química la aparición de la tabla periódica de Mendeleyev: todas
las anteriores clasificaciones de los elementos perdieron su razón de ser,
mientras que la nueva ofrecía un auténtico tesoro de informaciones adicionales,
como el radio atómico, la estructura de las capas de los electrones, la
capacidad de oxidación o reducción, la valencia, etcétera.
Desde luego, no pretendo negar con esto el
derecho a la existencia de otras clasificaciones más o menos convencionales que
puedan resultar «más didácticas» o «más intuitivas», sí, pero menos científicas: incluso es muy
posible que en el campo de la sistemática (y no solo en él) aún persistan
ciertas clasificaciones obsoletas solo porque eso resulta más barato que proceder a cambios complejos en muchas publicaciones,
como ya denunció en su momento Lynn Margulis, madre de la innovadora teoría de
la simbiogénesis.
Mi idea inicial era acabar aquí, pero no puedo
resistirme a la tentación de presentar un tercer tipo totalmente distinto de
clasificación de las lenguas: aquel que las desglosa, no según su estructura
interna ni por su parentesco con otras, sino en función de la gente que las
habla; quedará para el próximo número.
Y concluiré este episodio con una cita, que me
parece que viene como anillo al dedo, de un conocido biólogo al que, aunque
polémico, nadie podrá negarle su condición de incansable divulgador de la
ciencia, Stephen Gould (condecorado a título póstumo en 2008 por la Linnean
Society de Londres): «Las clasificaciones nunca son neutras, porque cada una es
la expresión de una teoría».
Glosario
La presente
lista de familias lingüísticas desglosa los 4 479 idiomas hablados en la
actualidad (los términos señalados con un asterisco se definieron en el
glosario publicado en
puntoycoma n.o 121).
abjaso-abaz: familia de dos lenguas
caucásicas* noroccidentales; la que cuenta con más hablantes es el
abjaso.
adamaua: familia de sesenta y cuatro
lenguas nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el
tupuri.
ainu: lengua aislada de Hokkaido, Sajalín y las
Kuriles; se ha incluido en el grupo norasiático*.
albanés: lengua de la península
balcánica; pertenece al grupo indoeuropeo*.
aleuta: lengua de las islas
Aleutianas; pertenece al grupo esquimo-aleuta*.
almosán: grupo de veintisiete lenguas
amerindias* septentrionales; la que cuenta con más hablantes es el
clisteno.
andamanés: familia de cuatro lenguas
indopacíficas*; la que cuenta con más hablantes es el yarava.
andino: grupo de catorce lenguas
amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es el
quechua.
armenio: lengua del sur del Cáucaso;
pertenece al grupo indoeuropeo*.
asliano: familia de diecinueve
lenguas austroasiáticas* del grupo mon-jemer meridional; la que
cuenta con más hablantes es el semái.
atabascano: familia (también denominada
atabasca) de veintiséis
lenguas na-dené*; la que cuenta con más hablantes es el navajo.
atlántico: familia de cuarenta y cinco
lenguas nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el
fulaní.
australiano septentrional: denominación
puramente geográfica que reúne a treinta y cuatro lenguas
australianas* (todo el grupo excepto la familia pama-ñunga); la que
cuenta con más hablantes es el tivi.
báltico: familia de dos lenguas
indoeuropeas* del grupo baltoslavo; la que cuenta con más hablantes
es el lituano.
banárico: familia de treinta y siete
lenguas austroasiáticas* del grupo mon-jemer oriental; la que cuenta
con más hablantes es el koho.
bantú: véase
benue-congo.
bárico: familia de dieciséis lenguas
tibeto-birmanas*; la que cuenta con más hablantes es el bodo.
benue-congo: grupo de seiscientas
cincuenta y una lenguas nígero-congoleñas* (incluye las trescientas
setenta y nueve de la familia bantú); la que cuenta con más
hablantes es el suahilí.
bereber: familia de treinta lenguas
afroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el tamazí.
brahuí: lengua del Baluchistán;
pertenece al grupo drávida* septentrional.
búrmico: grupo de ciento cuarenta y
una lenguas tibeto-birmanas*; la que cuenta con más hablantes es el
birmano.
buruchaski: lengua aislada del noroeste
de Cachemira; se ha incluido en el grupo dené-caucásico*.
camboyano: véase
jemer.
caribe: grupo de cuarenta y cuatro
lenguas amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es
el galibí.
céltico: familia de cuatro lenguas
indoeuropeas*; la que cuenta con más hablantes es el bretón.
circasiano: familia de dos lenguas
caucásicas* noroccidentales; la que cuenta con más hablantes es el
kabardái.
chádico: grupo de ciento veintidós
lenguas afroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el hausa.
chibcha: familia de veintitrés
lenguas amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es
el miskito.
chukoto-koriako: familia de tres lenguas
chukoto-kamchadales*; la que cuenta con más hablantes es el chukoto.
coluchano: lengua del sur de Alaska;
pertenece al grupo na-dené*.
coreano-japonés: grupo de tres lenguas
norasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el japonés.
cusita: familia de treinta y dos
lenguas afroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el oromo.
daico: familia de cincuenta y siete
lenguas áustricas*; la que cuenta con más hablantes es el tai.
ecuatorial: grupo de ciento veintisiete
lenguas amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es
el guaraní.
eslavo: familia de trece lenguas
indoeuropeas* del grupo baltoslavo; la que cuenta con más hablantes
es el ruso.
esquimal: familia de siete lenguas
esquimo-aleutas*; la que cuenta con más hablantes es el kalaallisut (también
llamado inuí groenlandés).
euskera: lengua aislada del Pirineo
occidental; se ha incluido en el grupo dené-caucásico*.
fino-úgrico: familia de dieciocho lenguas
urálicas*; la que cuenta con más hablantes es el húngaro.
formosano: denominación puramente
geográfica que reúne a nueve lenguas austronésicas* (todo el grupo
excepto la familia malayo-polinesia); la que cuenta con más
hablantes es el amis.
ge-bororo: familia de dieciocho lenguas
amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es el
mataco.
germánico: familia de doce lenguas
indoeuropeas* que constituye actualmente la tercera del mundo por el
número de sus hablantes; la primera lengua de la familia es el
inglés.
gondí-telugu: familia de trece lenguas
drávidas* del grupo meridional; la que cuenta con más hablantes es
el telugu.
gur: familia (también denominada
voltaica) de setenta y cuatro lenguas
nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el more.
haida: lengua del archipiélago de
la Reina Carlota; pertenece al grupo na-dené*.
helénico: familia de dos lenguas
indoeuropeas*; la que cuenta con más hablantes es el griego.
hokano: grupo de diecisiete lenguas
amerindias* septentrionales; la que cuenta con más hablantes es el
tiapaneco.
índico: familia de cuarenta y siete
lenguas indoeuropeas* del grupo indoiránico que constituye
actualmente la segunda del mundo por el número de sus hablantes; la
primera lengua de la familia es el hindi.
iránico: familia de cuarenta lenguas
indoeuropeas* del grupo indoiránico; la que cuenta con más hablantes
es el farsi.
itelmo: véase
kamchadal.
iyoide: familia de cinco lenguas
nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el iyo.
jemer: lengua (también denominda
camboyana) del sudeste asiático;
pertenece al subgrupo mon-jemer oriental del austroasiático*.
kadugli: familia de nueve lenguas
kordofanas*; la que cuenta con más hablantes es el kadugli
propiamente dicho.
kamchadal: lengua (también denominada
itelmo) de Kamchatka; pertenece al grupo
chukoto-kamchadal*.
kamuico: familia de seis lenguas
austroasiáticas* del grupo mon-jemer septentrional; la que cuenta
con más hablantes es el kamuico propiamente dicho.
karen: familia de catorce lenguas
tibeto-birmanas*; la que cuenta con más hablantes es el sago.
kartúlico: familia (también denominada
karveliana) de cuatro lenguas que
antes se denominaba caucásica meridional;
la que cuenta con más hablantes es el georgiano.
kasí: familia de dos lenguas austroasiáticas* del
grupo mon-jemer septentrional; la que cuenta con más hablantes es el
kasí propiamente dicho.
kátuico: familia de veintiocho
lenguas austroasiáticas* del grupo mon-jemer oriental; la que cuenta
con más hablantes es el kuy.
keresiú: grupo de dieciocho lenguas
amerindias* septentrionales; la que cuenta con más hablantes es el
cheroki.
koi: familia de veinte lenguas koisanas*
(incluyendo el sandavi); la que cuenta con más hablantes es el nama.
komuz: familia de cuatro lenguas
nilo-saharianas*; la que cuenta con más hablantes es el gumuz.
kordofano: familia (también denominada
kordofana estricta) de
veintitrés lenguas kordofanas*; la que cuenta con más hablantes es
el koalibo.
kraví: familia (también denominada
kru) de dieciocho lenguas
nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el bete.
kua: familia de noventa lenguas
nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el yoruba.
kuruj-malto: familia de dos lenguas
drávidas* del grupo septentrional; la que cuenta con más hablantes
es el kuruj.
kusunda: lengua aislada del oeste del
Nepal; debe incluirse en el grupo indopacífico*.
malayo-polinesio: familia de novecientas
veintidós lenguas austronésicas* que constituye actualmente la
quinta del mundo por el número de sus hablantes; la primera lengua
de la familia es el javanés.
manchú: familia (también denominada
tungusa) de quince lenguas
altaicas*; la que cuenta con más hablantes es el evenki.
mandé: familia de veintinueve
lenguas nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el
bambara.
mango: lengua de Vietnam; pertenece
al subgrupo mon-jemer septentrional del austroasiático*.
miao-yao: familia de cuatro lenguas
áustricas*; la que cuenta con más hablantes es el yumién.
mongol: familia de once lenguas
altaicas*; la que cuenta con más hablantes es el mongol jalja.
mónico: familia de dos lenguas
austroasiáticas* del grupo mon-jemer meridional; la que cuenta con
más hablantes es el mon.
munda: familia de diecisiete
lenguas austroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el
santalí.
najo-daguestánico: grupo de veintinueve lenguas
caucásicas* orientales; la que cuenta con más hablantes es el
checheno.
neoguineano: grupo (también denominado
neoguineano nuclear) de seiscientas
setenta y tres lenguas indopacíficas* (todas excepto las de las
familias andamanesa, papú occidental y papú oriental); las últimas
clasificaciones desglosan este grupo en nueve familias; la lengua
que cuenta con más hablantes es el enga.
nicobarés: familia de dos lenguas
austroasiáticas* del grupo mon-jemer meridional; la que cuenta con
más hablantes es el car.
nihalí: lengua aislada de Madhya
Pradesh; se ha incluido en el grupo dené-caucásico*.
nivejí: lengua aislada de Sajalín;
se ha incluido en el grupo chukoto-esquimal*.
nuristaní: familia de cinco lenguas
indoeuropeas* del grupo indoiránico; la que cuenta con más hablantes
es el vaigalí.
omótico: familia de treinta y tres
lenguas afroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el ometo.
oto-mangue: familia de dieciséis lenguas
amerindias* centrales; la que cuenta con más hablantes es el mixteca.
páez: familia de quince lenguas amerindias*
meridionales; la que cuenta con más hablantes es el páez propiamente
dicho.
paláungico: familia de veintiséis
lenguas austroasiáticas* del grupo mon-jemer septentrional; la que
cuenta con más hablantes es el parauko.
paleosiberiano: denominación puramente
geográfica que se había dado a las lenguas siberianas que no
formaban parte del grupo altaico* ni del fino-úgrico.
pama-ñunga: familia de cincuenta y una
lenguas australianas*; la que cuenta con más hablantes es el kardú.
pano: familia de cuarenta y cuatro lenguas
amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es el
chiquitano.
papú occidental: familia de veintitrés
lenguas indopacíficas*; la que cuenta con más hablantes es el galela.
papú oriental: familia de veintitrés
lenguas indopacíficas*; la que cuenta con más hablantes es el buin.
peárico: familia de seis lenguas
austroasiáticas* del grupo mon-jemer oriental; la que cuenta con más
hablantes es el chongui.
penutí: grupo de cincuenta lenguas
amerindias* septentrionales; la que cuenta con más hablantes es el
quiché.
románico: familia de dieciséis lenguas
indoeuropeas* que constituye actualmente la cuarta del mundo por el
número de sus hablantes; la que cuenta con más hablantes es el
castellano.
samoyedo: familia de cuatro lenguas
urálicas*; la que cuenta con más hablantes es el néncico.
san: familia de nueve lenguas koisanas*
(incluyendo el hatsa); la que cuenta con más hablantes es el kungo.
semítico: familia de diecinueve
lenguas afroasiáticas*; la que cuenta con más hablantes es el árabe.
sinítico: familia de nueve lenguas
sino-tibetanas* que constituye actualmente la primera del mundo por
el número de sus hablantes; la primera lengua de la familia es el
mandarín.
sudánico: grupo de ciento veintisiete
lenguas nilo-saharianas*; la que cuenta con más hablantes es el
kanuri.
tamil-kanarés: familia de nueve lenguas
drávidas* del grupo meridional; la que cuenta con más hablantes es
el tamil.
tano-kiowa: familia de siete lenguas
amerindias* centrales; la que cuenta con más hablantes es el towa.
tibetano: familia de
setenta y cuatro lenguas tibeto-birmanas*; la que cuenta con más
hablantes es el tibetano propiamente dicho.
tucano: grupo de cuarenta y una
lenguas amerindias* meridionales; la que cuenta con más hablantes es
el tucano propiamente dicho.
tulu: familia de tres lenguas drávidas* del grupo
meridional; la que cuenta con más hablantes es el tulu propiamente dicho.
tunguso: véase
manchú.
turco: familia de treinta y una
lenguas altaicas*; la que cuenta con más hablantes es el turco
propiamente dicho.
ubangui: familia de cuarenta y siete
lenguas nígero-congoleñas*; la que cuenta con más hablantes es el
sango.
ugrofinés: véase
fino-úgrico.
vasco: véase
euskera.
vietnamuón: familia de siete lenguas
austroasiáticas* del grupo mon-jemer septentrional; la que cuenta
con más hablantes es el vietnamita.
voltaico: véase
gur.
yeniseyo: familia del grupo
dené-caucásico* de la que solo queda una lengua viva.
yucaguiro: familia del grupo
uralo-yucaguiro* de la que solo queda una lengua viva.
yuto-azteca: grupo de veintiuna lenguas
amerindias* centrales; la que cuenta con más hablantes es el nahua.


1 |
El australopiteco de
Raymond Dart (1924) es un Australopithecus
africanus; el zinjántropo de Mary Leakey (1959) es un Paranthropus boisei. Ambos son los prototipos (en biología, holotipos) de sus especies respectivas. |
2 |
El pitecántropo de Eugène
Dubois (1892) y el sinántropo de Davidson Black (1927) son subespecies de Homo erectus: respectivamente, H. e. erectus y H. e. pekinensis. El H. e.
erectus de Dubois es el prototipo de la especie. |
3 |
Recurro aquí a las
denominaciones tradicionales, aunque algunas puedan considerarse peyorativas.
Sé que ciertos historiadores contemporáneos prefieren utilizar el término
general «africanos»; lamentablemente, «africanos» en sentido estricto son
quienes nunca salieron de África y, en sentido amplio, lo somos todos los seres
humanos, incluso aquellos que hemos ido perdiendo el color original. Así, por
una sola vez y sin que sirva de precedente, sacrifico lo politically correct en aras del clear
writing. |
4 |
Sin ir más lejos, quien
suscribe estas líneas desciende directamente de los hombres de Cromañón por
línea agnaticia, según análisis genéticos realizados en 2006 en el marco del
proyecto Genographic. |
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