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COLABORACIONES


El periodismo como otro tipo de traducción

La Comisión Europea me brindó durante el mes de abril la oportunidad de realizar dos encuentros con traductores e intérpretes de las instituciones europeas que desarrollan su actividad profesional en Luxemburgo y Bruselas. El punto de partida de ambas charlas era el reto lingüístico que ha supuesto para los medios de comunicación la actual crisis financiera, dado que ha obligado a utilizar y explicar términos reservados hasta hace poco a la jerga de los economistas, como «prima de riesgo», «triple A» o «rescate financiero».

Debo decir antes que nada que llegué a las dos citas, sobre todo a la primera, francamente abrumado por el reto de reflexionar sobre el lenguaje ante personas que dedican su vida   —como mínimo la laboral— a estudiar a conciencia la sintaxis y la gramática. Profesionales que se ensañan afectuosamente con las palabras hasta hacerlas encajar de la manera más armoniosa posible.

Mi temor no era infundado, porque conozco desde hace años la pasión de los traductores por su concienzuda tarea. La percibí, primero, como lector adolescente para quien los grandes nombres de la literatura europea (Yourcenar, Calvino o Joyce) estuvieron asociados durante mucho tiempo al apellido de sus traductores al español (Cortázar, Benítez o Valverde). La constaté después, porque por motivos laborales he colaborado en la corrección de estilo de textos técnicos vertidos al español desde otra lengua. Y por último, me llegó la inmersión completa en Bruselas, probable capital mundial de la traducción y la interpretación.

La experiencia como corresponsal europeo de Cinco Días, diario decano de la prensa económica española, me ha confirmado que, más allá del refinamiento literario o del perfeccionismo técnico, la traducción es poder. Y que en una entidad supranacional, como la Unión Europea, tras la utilización de una u otra lengua no se oculta solo un prurito nacional sino una voluntad clara de influir y marcar el debate. En las tortuosas negociaciones comunitarias la victoria no siempre se logra por KO con argumentos. Más de una vez se decide a los puntos... lingüísticos.

Los traductores viven en directo y llegan a ser protagonistas de ese regateo de la letra pequeña. Para los periodistas que siguen la actualidad comunitaria, más de una vez la noticia se esconde en los cambios que se introducen en los sucesivos textos de la negociación y en los matices políticos que incorpora, añade o borra cada palabra, y hasta cada coma. El interés común por esos detalles parece inevitable entre dos profesiones que comparten el lenguaje como materia prima imprescindible.

El gremio periodístico puede utilizar diversas herramientas para transmitir su información, desde un micrófono o una cámara hasta un ordenador o un teléfono móvil. Todas ellas son intercambiables y en la nueva era tecnológica incluso están convergiendo hasta difuminar las antiguas fronteras entre los diferentes medios de comunicación.

Pero lo único de lo que no puede prescindir un periodista es del lenguaje escrito, oral o visual. Con palabras o imágenes deberá construir un relato que atraiga, informe y enganche. Por ese orden. Y tal vez en esa prelación se encuentre la principal diferencia entre los traductores y los informadores. Una diferencia que podría resumirse en una sola expresión: los periodistas son (somos) mucho más traidores que los traductores.

El traductor coloca el texto ante un espejo y su prioridad consiste en trasvasar el contenido de una lengua a otra respetando su integridad y su espíritu. El periodista también ejerce de intermediario; a veces de una lengua a otra, aunque más a menudo de un argot a otro dentro del mismo idioma.

Pero, a diferencia del traductor, el periodista puede permitirse ciertas infidelidades si redundan en beneficio de lectores, oyentes o telespectadores. Sin caer en la tergiversación o el error, el periodista debe dedicarse de manera incansable a un ejercicio deliberado de simplificación de los contenidos que ha de transmitir.

Simplificar no equivale a banalizar. Ni a pérdida de rigor. El objetivo no es moler la información hasta dejarla insípida o sin aristas. Todo lo contrario. Se trata de un proceso de decantación que intentará llevar a la opinión pública los datos más relevantes y significativos de cada tipo de información. Y, en contra de lo que pueda parecer, este ejercicio de simplificación requiere mucho más esfuerzo que la mera repetición del mensaje tal y como llega de origen.

Piénsese en el contenido de una directiva que se publica en el Diario Oficial de la Unión Europea. Su reproducción exacta en un medio de comunicación se puede lograr mediante un simple enlace entre las respectivas páginas web. Pero una inmensa mayoría de la población no tendría el tiempo, la paciencia, el interés o el conocimiento necesarios para recorrer el documento, preámbulo por preámbulo y artículo por artículo, hasta descubrir el impacto que esa norma tendrá (o no tendrá) en sus derechos y libertades, en su actividad profesional o comercial, o en la organización administrativa de su localidad de residencia.

Alguien debe encargarse de traducir ese tipo de contenidos a un titular claro, directo e inteligible. Hasta hace poco, esa tarea correspondía casi en exclusiva a los periodistas. Afortunadamente, Internet ha aumentado el número de «traductores» posibles, desde blogueros a tuiteros. El objetivo debería seguir siendo el mismo: diseminar de manera clara la información que debe estar en el dominio público y reducir los agujeros negros informativos que socavan la salud democrática y la igualdad de oportunidades en una sociedad.

A esa tarea, como digo, debe dedicarse de manera incansable un periodista. Rumiar datos. Triturar comunicados. Desmenuzar declaraciones. Contrastar con expertos. Darle la vuelta a lo que parece ser inocuo para ver si hay algo más detrás. Cualquier pirueta con tal de hacer digerible la información para las personas que puedan necesitarla.

Hasta el comienzo de la crisis financiera, ese ejercicio de «traducción» no se extendía demasiado a los términos económicos. La prensa generalista podía ahorrárselo, porque la información económica no era su prioridad. Y la llamada prensa salmón o económica podía dar por supuesto que su público estaba más o menos familiarizado con los tecnicismos.

Pero desde 2007 se ha producido una explosión de la información económica y del número de personas que, muy a su pesar probablemente, han comenzado a interesarse por ella. Raro es el día en que las portadas de periódicos e informativos audiovisuales no «abren» con una noticia relacionada con la crisis. Y a cada minuto, las páginas web de los medios de comunicación se actualizan con el último batacazo bursátil o la última degradación de la calidad crediticia de un país.

La crisis nos ha inundado con palabras o expresiones poco familiares, como la famosa (y temida) prima de riesgo, las hipotecas subprime o los bonos de los banqueros. ¿Cómo se han traducido en los medios? Con desigual fortuna, sería una valoración ajustada.

En el caso de prima de riesgo era una expresión ya acuñada (procedente del inglés: risk premium) y tal vez haya contribuido a su enorme difusión (hasta en chistes) el hecho de que contiene dos palabras muy reconocibles aunque aparezcan en un contexto poco habitual.

Las agencias de calificación o de rating también han pasado a formar parte del imaginario (o del bestiario) popular de esta crisis. En este caso, la prensa recoge indistintamente la denominación en inglés y en español.

Otros términos han tenido una difusión mucho más restringida. O han desaparecido tras una fulgurante irrupción. Es el caso de los derivados, que en el diccionario aparecen como «instrumentos financieros cuyo valor depende de otros títulos o valores subyacentes».

Los CDS (credit default swaps) también disfrutaron de su cuarto de hora de gloria, con una traducción que los define como «seguros de impago», aunque a menudo ese tipo de títulos solo se adquieren como inversión especulativa y no como protección del riesgo que pretenden cubrir.

Otras siglas inglesas han provocado verdaderos quebraderos de cabeza en las redacciones de los medios de comunicación. OTC (over the counter), por ejemplo, que describe las operaciones realizadas al margen de los canales bursátiles regulados. O las CAC (cláusulas de acción colectiva), que, aplicadas a una emisión de deuda pública, pretenden facilitar una posible reestructuración (quita) en caso de dificultades económicas del Estado emisor. En estos casos, se suele optar por dar el término técnico con una explicación añadida.

En alguna ocasión, la avalancha de términos también ha provocado cierta desorientación. Por ejemplo, la utilización de una expresión en inglés, como default, para un concepto tan acuñado en español como «suspensión de pagos» o «bancarrota». Término este último, por cierto, con una etimología muy acorde a los tiempos que corren: procede del italiano y alude al castigo que sufrían hace más de cuatro siglos los banqueros que ya no eran solventes o fiables para dedicarse a operaciones de cambio de moneda: se les rompía la banca (mesa) donde llevaban a cabo las transacciones.

Tras cinco años de mesas rotas, la cosecha de términos económicos parece bien granada. Quizá no todos se hayan traducido correctamente, pero muchos están ya en la calle, aunque buena parte de la población celebraría no haberlos escuchado nunca. O no volver a escucharlos nunca más.

Y esto me lleva a una última reflexión sobre el trabajo periodístico y la comunicación de las instituciones europeas. A menudo, en Bruselas se atribuye la indiferencia de lectores o telespectadores ante las noticias de la UE a la complejidad de los asuntos tratados o al enrevesado entramado institucional. Nunca he creído que ese fuera el factor decisivo.

Primero, porque la organización de las administraciones nacionales no es más sencilla que la comunitaria (¿cuántas personas conocen la función del Consejo de Estado o por qué los textos legislativos van y vuelven entre el Congreso y el Senado?). Y segundo, porque la población recibe a diario informaciones mucho más complejas sobre asuntos tan variados como la meteorología o el deporte, en las que, en horarios de máxima audiencia, se utilizan en televisión términos y frases como «configuración sinóptica», «ciclogénesis o borrasca explosiva» o «rotura parcial del ligamento cruzado». Y nadie, que se sepa, hace zapping al escucharlos.

De modo que la falta de atención del ciudadano hacia Europa debería buscarse más bien en la percepción que tiene sobre el impacto directo en su vida de la información que emana de Bruselas. Y lo cierto es que una buena parte de la población considera que no merece la pena hacer el esfuerzo de descubrir qué hay detrás de un titular encabezado con la palabra «Bruselas...» por muy digerido que esté el contenido.

El fallo de transmisión puede deberse a la ausencia de canales adecuados de representatividad política. O a la falta de pericia de los medios de comunicación. La información del tiempo y los deportes muestra que ese segundo problema no se resuelve rebajando la calidad del lenguaje ni el contenido, sino convirtiendo en atractiva la información. Ya dijimos al principio que el orden de prelación del periodista debe ser atraer, informar y enganchar. Una secuencia que quizá nos aleja de los traductores. Pero debería acercar Europa a la opinión pública.

Bernardo de Miguel
Corresponsal del diario Cinco Días en Bruselas
renedo@skynet.be

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