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TRIBUNA


Texto de la conferencia pronunciada en el Departamento de Lengua Española de la Dirección General de Traducción de la Comisión Europea, Bruselas y Luxemburgo, los días 6 y 7 de junio de 2011

Apuntes sobre la historiografía de la traducción
(específicamente española)1

Antoine Berman afirma, en una frase muchas veces citada, que «la constitution d’une histoire de la traduction est la première tâche d’une théorie moderne de la traduction» (1984: 12). En sentido parecido se han manifestado Bassnett (1980: 38), Lambert (1994: 22), D’Hulst (1995), Delisle (1998: 22) o Delisle /Woodsworth (1995: xv). Así, por ejemplo, para Lieven D’Hulst, el estudio de la historia de la traducción proporcionaría los siguientes beneficios: en primer lugar, constituye una excelente vía de acceso a la propia disciplina de la traducción, en cuanto que nos permite conocer a los grandes traductores del pasado, su propia visión de su ejercicio, etc.; de igual modo, proporciona al investigador la flexibilidad intelectual necesaria para adaptar sus ideas a nuevas maneras de pensar, para reflexionar sobre las relaciones con la lengua, el poder, la literatura, la otredad, etc.; permite, además, alcanzar una mayor tolerancia hacia maneras divergentes de solucionar los distintos problemas de traducción; representa también un medio casi único de unificación de la disciplina al establecer vínculos entre el presente y el pasado, mostrando los paralelismos y las coincidencias que existen entre distintas tradiciones; finalmente, ofrece a los traductores la posibilidad de acudir a modelos pasados.

Con el fin de contribuir a la constitución de una teoría específicamente española de la traducción, siguiendo así la recomendación de A. Berman, parece pertinente ilustrar cuál ha sido el papel desarrollado por la traducción a lo largo de la historia. Al igual que en cualquier otro contexto geográfico, la traducción ha cumplido en España principalmente una función instrumental, propiciando el contacto con discursos que de otra manera resultarían opacos. Es evidente que la traducción constituye una de las vías más eficientes para paliar los problemas derivados de la diversidad lingüística, conjuntamente con la creación y propagación de una lengua de comunicación internacional que no sea la lengua vehicular de ninguna comunidad existente (téngase presente, por ejemplo, el intento de instaurar el esperanto como lengua de intercambio comunicativo entre usuarios que contaban con diferentes lenguas maternas), la promoción general de alguna lengua existente al estatus de verdadera lengua internacional (sobra decir que el ejemplo más representativo hoy en día es el del inglés, convertido casi en lingua franca de nuestro tiempo) y la expansión del multilingüismo, ya sea de forma natural (mediante el contacto creciente entre diferentes comunidades) o mediante procedimientos educativos especiales destinados a la enseñanza de lenguas. Las traducciones nos permiten acceder a muchas obras extranjeras que, de otro modo, no podríamos leer por desconocimiento del idioma. Cuando la difusión de esas obras alcanza a amplios sectores de población podríamos entender que a esa función instrumental se suma una democratizadora, pues pasa a constituir un eficaz medio de transmisión del conocimiento. Así ocurrió, por ejemplo, con las teorías darwinistas, a pesar de su relativo retraso en llegar a España: El origen del hombre, en la versión resumida hecha por Joaquín María Bartrina en 1876 (sin mención del traductor), y El origen de las especies, en la versión íntegra de Enrique Godínez en 1877, inauguraron un ininterrumpido flujo de traducciones posteriores que han hecho de Darwin probablemente el científico del siglo XIX más difundido entre nosotros. El concepto de «evolución» propició el interés por la biología y la antropología en detrimento de la física, que hasta entonces había sido la rama de la ciencia más estudiada. A la vez esta orientación afectó a diversos planos del pensamiento, como el filosófico, político y religioso, convirtiéndose en una de las manifestaciones más claras del progresismo liberal y abriendo una auténtica brecha ideológica en el panorama intelectual español. La traducción nos permite el contacto con corrientes literarias, estéticas, de pensamiento, etc. (así, el romanticismo, el krausismo, el marxismo), pero también el descubrimiento de adelantos científicos y técnicos.

La traducción permite además introducir nuevos modelos de expresión en la lengua receptora, al crear o calcar por mimetismo nuevas estructuras formales y léxicas2. Así ocurrió, por ejemplo, en la mal llamada Escuela de Traductores de Toledo, en la época de mecenazgo del rey Alfonso X (1252-1287), cuando equipos de traductores (en los que podían participar un arabista y un romancista, un enmendador, un capitulador y un glosador) se ocuparon de verter indirectamente en lengua romance obras árabes sobre astronomía y astrología, después de haberlas traducido al latín. El castellano se benefició así, gracias a la traducción, de la creación de una prosa científica propia. Es probable que fueran los colaboradores judíos los que indujeran al rey a usar el castellano como lengua de destino, por su aversión al latín, instrumento de la Iglesia cristiana. También fue decisiva, claro está, la tendencia de todas las lenguas vulgares a desarrollar un modo de expresión que pudiera competir con el latín como instrumento didáctico. De todos modos, esta capacidad de enriquecimiento de la lengua receptora, que es consecuencia de la capacidad polinizadora de la traducción, puede en ocasiones transmutarse en contaminación: así ocurrió, por ejemplo, en el siglo XVIII, cuando tuvo lugar una desmesurada presencia del galicismo, consecuencia del sinfín de traducciones hechas a partir del francés, no siempre por personas suficientemente cualificadas. Resulta interesante descubrir cómo los debates de la época sobre cuestiones léxicas y sintácticas están muchas veces cargados ideológicamente: la crítica al galicismo puede venir acompañada de una motivación política, separando así a galófobos de galófilos. La alusión al galicismo, evidentemente, tiene su contrapunto en la defensa de la lengua castellana.

Igualmente, la traducción cumple una función literaria, pues los traductores importan géneros o modelos literarios que pueden resultar desconocidos en la lengua de llegada.

Así, por ejemplo, en la renovación de la lírica áurea española tuvo una importancia decisiva la traducción que Boscán hizo de Il Cortegiano de Baldassare Castiglione, que fue publicada en Barcelona en 1534 y que supuso un paso más en los avances iniciados seis años antes, cuando Boscán comenzó a probar «en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia» (1957: 89), siguiendo así los consejos del embajador italiano Andrea Navagero. Evidentemente, esta situación se repite en muchos otros contextos: así, por ejemplo, en el periodo realista, y limitándonos simplemente al campo de la novela, es destacable la importancia que tuvo la recepción de Stendhal y Balzac entre 1868 y 1880 por su papel como autores que determinaron la transición del Romanticismo al Realismo; la irrupción de Zola y el Naturalismo entre 1880 y 1890; el surgimiento del espiritualismo (1890-1900) gracias a la influencia de una serie de autores franceses y rusos; la presencia de Eça de Queiroz y su anticlericalismo; las traducciones de novelistas norteamericanos como Hawthorne, Poe y Twain; la abundante traducción de cuentos y la labor desarrollada por las publicaciones periódicas en la difusión de estos y muchos otros autores3.

La traducción también logra una función interpretativa, dado que las sucesivas traducciones de una misma obra revelan sus nuevas facetas y resultan muchas veces relecturas actualizadas de ella4. Este fenómeno, habitualmente definido como «retraducción», es debido a causas muy diversas: sustitución de versiones anteriores, que pueden resultar defectuosas, por patente incompetencia del traductor o por haberse desarrollado en condiciones poco propicias (contextos de censura, traducciones hechas a partir de versiones intermedias o a partir de originales poco fiables, etc.); revisiones llevadas a cabo con el fin de alcanzar un nuevo público (por ejemplo, lectores infantiles y juveniles o hablantes de una determinada variedad dialectal); posible «caducidad» de las versiones anteriores (necesidad de actualización, con el fin de satisfacer las necesidades de los nuevos receptores). De hecho, esta última circunstancia suele muchas veces asociarse con un supuesto carácter secundario de la traducción respecto a los textos originales, presentados como paradigmas absolutos de corrección, y sería consecuencia, por tanto, de una cualidad intrínseca de las traducciones. Generalmente, los textos originales han sido definidos como realidades inmutables, cuya esencia no se ve alterada por la presencia o ausencia de traducciones (y digo «esencia», que no «existencia», pues no cabe duda de que la traducción puede contribuir, como forma de canonización que es, a la perpetuación futura del original). En cualquier caso, con demasiada frecuencia las traducciones han sido vistas como accidentales y episódicas, y como tales condenadas a quedar caducas, a ser reemplazadas unas por otras una vez que han dejado de cumplir la función que se les había asignado. Este presupuesto deriva de la sempiterna consideración de que todo texto original ha de ser por su propia naturaleza necesariamente superior a su traducción, presupuesto que deriva ante todo de la asociación establecida en el Romanticismo entre creación, individualismo y originalidad. Hoy en día, evidentemente, se ha invertido esta relación jerárquica desde los presupuestos postestructuralistas, al defender que el supuesto texto original no es algo autosuficiente, completo en sí mismo y autónomo, sino que sería en sí mismo una traducción, en cuanto que depende de la percepción del autor y supone la elaboración de un significado, un concepto. El hecho traductor se convierte en una actividad que permite a un determinado texto perpetuar su vida en otro contexto, y el texto traducido adquiere la condición de original en virtud de su existencia en ese contexto. El planteamiento resulta sugerente, en cuanto que hace depender al supuesto original de su traducción o traducciones para lograr una efectiva activación de nuevas lecturas e interpretaciones y, en consecuencia, una mayor significación5. Sea como sea, lo que resulta indudable es que las diversas traducciones de un mismo texto establecen entre sí unas importantes relaciones intertextuales, que tienen consecuencias fundamentales para los traductores y para los estudiosos de la traducción6. La existencia de traducciones previas (principalmente en su propio idioma, pues es en este caso en el que se refuerza la intertextualidad) permite al traductor un cotejo que puede, en algunos casos, determinar sus tomas de decisiones y llevar incluso a una influencia palpable en el resultado de su propia actividad traductora. Evidentemente, dependiendo de cuál sea el grado de influencia, cabrá en algunos casos hablar de plagio. Aunque no sea este el caso, aunque no haya influencia de ningún tipo, lo que queda fuera de toda duda es que cada época cuenta con sus propias normas de traducción, que el traductor internaliza, para después asumirlas o rechazarlas, y que tanto una opción como la otra tienen consecuencias fundamentales en el producto final. Desde el punto de vista del investigador, la comparación de traducciones sucesivas permite llevar a cabo una prospección sobre los modos en que ha sido traducido un determinado autor, una determinada obra a lo largo del tiempo, formulando así hipótesis sobre su recepción en un determinado contexto receptor. Como es sabido, es esta una vía de investigación largamente practicada en los estudios descriptivos de traducción. Esta cuestión de la retraducción no puede desligarse de la cuestión del canon, hasta tal punto que resultan absolutamente interdependientes: las retraducciones contribuyen a dotar a los textos del estatus de clásicos, y su propio estatus de textos clásicos fomenta nuevas retraducciones. Evidentemente, no es este el lugar para diseccionar el concepto de «clásico», pero permítaseme simplemente recordar dos de los rasgos que Italo Calvino, en su conocidísima obra Por qué leer los clásicos, asocia con ellos, pues parecen particularmente relevantes en este contexto: «Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura» (una retraducción, podríamos decir, en sentido figurado, pero también es aplicable, en sentido literal, a la necesidad de retraducir de facto) y «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir» (1991: 15), que vendría a ser la causa de lo anterior. Los ejemplos en la historia de la traducción española, como en cualquier otra, son tan numerosos y obvios que no merece la pena intentar abordarlos (piénsese, simplemente, en la traducción de cualquier autor griego o latino, por acudir a lo más obvio).

La traducción tiene, igualmente, una función identitaria: así, por ejemplo, la galomanía imperante en España a lo largo del siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad, es tanto causa como consecuencia de la gran presencia de traducciones realizadas a partir del francés7. Esta situación, que no es exclusiva de España, viene dada, evidentemente, por el papel hegemónico de Francia en el ámbito político y cultural durante aquella época en todo el continente europeo. Mediante la traducción se persigue, es evidente, un contacto con el espíritu ilustrado y una renovación que afecta a todos los ámbitos: el político, el cultural, el literario, el educativo, etc. Buiguès (2002) identifica entre 1700 y 1810 un total de 2 237 ediciones de obras traducidas, de las cuales un 54 % se-rían realizadas a partir del francés. En algunos contextos, esta función identitaria de la traducción puede llegar a convertirse en elemento de cohesión nacional. Así, por ejemplo, en Galicia asistimos a partir de 1917 al surgimiento de las Irmandades da Fala, constituidas por nacionalistas que proponían un programa cultural conducente a revitalizar el gallego como lengua literaria y de cultura, y que pasaba por la incorporación de la literatura extranjera a través de la traducción. Así, fueron frecuentes las traducciones en las páginas del semanario A nosa terra (1917-1936), vinculado a estas Irmandades, y más tarde, en las del boletín mensual Nós (1922-1935), ligado al grupo del mismo nombre. Esta actividad sería retomada con posterioridad desde Grial. Revista Galega de Cultura entre 1963 y 1980. Similar situación encontramos en otras comunidades: así, en Cataluña, durante la primera etapa del Modernisme hubo un importante esfuerzo de construcción de una cultura nacional, con un intento de constituir un amplio público lector en catalán. Surgen así colecciones en forma seriada, que recogen numerosas traducciones, como son la «Biblioteca Popular de l’Avenç», la «Biblioteca Joventut» o la «Biblioteca d’El poble català». Similar función cumplió la Fundació Bernat Metge, creada en 1922, que constituyó una importante colección de títulos grecolatinos en catalán, dirigida a un público de gran espectro. En el País Vasco, por último, también la traducción cumplió un importante papel en el tercer tercio del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX: son, en este sentido, destacables tres tendencias con rasgos bien definidos: una que se podría denominar populista, representada por traductores como Antia, Arana, Arrue, Baroja, Manterola o Soroa, y otras dos, mucho más puristas, lideradas por Sabino Arana-Goiri y Resurrección María de Azkue8. De todos modos, si la traducción jugó un papel importante en el intento de los movimientos conocidos como Rexurdimento, Renaixença e Itxarkundia en lograr la regeneración de las lenguas propias de Galicia, Cataluña y País Vasco como instrumentos de expresión literaria, propiciando a la vez la expansión de un ideario nacionalista, hay que decir que desde una perspectiva centralista también la traducción ha cumplido un papel similar en nuestro país. Así, por ejemplo, es destacable el papel jugado por la traducción que Juan Nicolás Böhl de Faber publicó en el Mercurio gaditano el 16 de septiembre de 1814 bajo el título de «Sobre el teatro español» y que es un extracto de los célebres cursos Sobre arte y literatura dramática impartidos por August Wilhelm von Schlegel en Viena. Este estudio, que exalta la importancia de la poesía y el teatro español del siglo XVII (sobre todo el de Calderón), tenía una gran carga ideológica y política, pues suponía un alegato a favor del nacionalismo a través de una inspiración cristiana sumamente conservadora. A partir de estos postulados de inspiración germana (lo monárquico, lo heroico, lo tradicional, etc.), claramente opuestos al espíritu neoclásico francés, se fraguó en España lo que se ha dado en llamar «Romanticismo histórico», movimiento con el que se da forma literaria al ideario absolutista.

La traducción tiene también una función formadora, en cuanto que sirve de plataforma de ensayo a numerosos autores para los que ha sido una auténtica escuela de estilo o que, simplemente, han combinado a lo largo de su carrera la traducción con la creación literaria. En la Edad Media encontramos, por ejemplo, a Alonso de Cartagena, Díaz de Toledo, Juan del Encina, López de Mendoza (Marqués de Santillana), Juan de Mena o Pérez de Guzmán; en los Siglos de Oro, a Pedro Simón Abril, Argensola, Arjona, Boscán, Castillejo, Jáuregui, fray Luis de León, Quevedo, Sánchez de las Brozas o Villegas; en el siglo XVIII, a Castrillón, Clavijo y Fajardo, Estala, Fernández de Moratín, García de Arrieta, Iriarte, el padre Isla, Marchena, Mor de Fuentes, Olavide, Trigueros o Zavala y Zamora; en el siglo XIX, a Benavente, Blasco Ibáñez, Bretón de los Herreros, Clarín, García de Villalta, Gil y Zárate, Gorostiza, Hartzenbusch, Larra, Martínez de la Rosa, Milà i Fontanals, Ochoa, Palacio Valdés, Pardo Bazán o Valera; en el siglo XX, a Ayala, Baeza, Cernuda, Crespo, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Panero y un largo etcétera que alcanza a escritores de hoy en día como Colinas, Marías, Mendoza, Sánchez Robayna, Siles y muchísimos más9. Parece legítimo preguntarse qué es lo que realmente impulsa a estos y tantísimos otros escritores a elegir a un determinado autor extranjero para verterlo en su propia lengua, analizar el resultado de su ejercicio y ver hasta qué punto este determina su escritura posterior o, por el contrario, analizar si es su poética personal la que influye de manera decisiva en su modo de traducir. Todo ello nos lleva a subrayar el papel jugado por la traducción en la evolución de la literatura española y analizar así, por ejemplo, cuáles son los modos de traducir propios de cada época; por qué se importan determinados modelos en lugar de otros; cuál es el grado de actividad traductora en un determinado contexto respecto a la producción de literatura original y qué reconocimiento se otorga a esta actividad; cuál es la recepción de las diferentes obras traducidas respecto a los originales; de qué modo puede usarse la traducción como arma ideológica; qué capacidad tienen los traductores, al ser ellos mismos escritores, para subvertir, renovar o consolidar una determinada poética; hasta qué punto determina la recepción de la obra traducida el hecho de que el traductor sea a la vez un autor prestigioso, etc.

En otros casos, la traducción ha tenido una función más prosaica: la de, lisa y llanamente, ganarse la vida. Así fue el caso, por ejemplo, en alguna ocasión para Unamuno, que decía de ellas que las había hecho pro pane lucrando10, o Moratín, que decía

…que si yo me llego a ver

una vez desesperado

o me meto a traductor

o me degüello o me caso.

Desesperado económicamente había de andar Valle-Inclán para hacer deprisa y con desgana una traducción tan poco afortunada de A Relíquia de Eça de Queiroz y para firmar, sin haberlas corregido previamente, unas aún más defectuosas versiones de O primo Basílio y de O crime do padre Amaro, también del autor luso11. En diversos momentos de la historia nos encontramos con manifestaciones en contra de la abusiva presencia de traducciones, que parecen haber sido hechas de forma totalmente mercenaria. Así, por ejemplo, el padre Isla decía en 1768:

Soy de dictamen que un buen traductor es acreedor a los mayores aplausos, a los mayores premios y a las mayores estimaciones. Pero, ¡qué pocos hay en este siglo que sean acreedores a ellas! […] En los tiempos que corren, es desdichada la madre que no tiene un hijo traductor.12

Por su parte, Ramón de Mesonero Romanos, tiempo más tarde, en 1840, comentaba:

La manía de las traducciones ha llegado a su colmo. Nuestro país, en otro tiempo tan original, no es en el día otra cosa que una nación traducida. […] Los literatos, en vez de escribir de su propio caudal, se contentan con traducir novelas y dramas extranjeros.13

No solo en estas épocas, mediados los siglos XVIII y XIX, hallamos estas consideraciones, pues también en nuestro Siglo de Oro encontramos voces que se alzan en contra de las traducciones mecánicas, llevadas a cabo de forma incompetente y con escasísimo merecimiento. Así, por ejemplo, nuestro más grande escritor decía por boca de don Quijote:

el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel […]. Y no por esto quiero decir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen. (Cervantes 2004 [1605/1615]: 1032)

Similar opinión tenía su rival, Lope de Vega, quien en La Filomena (1621) comentó:

[…] y si no es violencia en mí, plegue a Dios que yo no llegue a tanta desdicha por necesidad, que traduzca libros de italiano en castellano; que para mi consideración es más delito que pasar caballos a Francia. (1989 [1621]: 822)

Con estas observaciones no doy a entender, claro está, que sean intrínsecamente malas las traducciones hechas por necesidad. Simplemente constituyen un breve anecdotario que bien podría contestarse, claro está, con muchas otras manifestaciones a favor.

Casi todas las funciones señaladas han sido convenientemente estudiadas. De todos modos, lo cierto es que, con demasiada frecuencia, la documentación está dispersa y fragmentada y que cada vez se hace más necesaria la colaboración colectiva entre equipos de investigación que puedan contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, a pesar de significativas excepciones, se aprecia todavía una deficitaria atención a determinadas cuestiones como son, por ejemplo, las traducciones desarrolladas por españoles fuera de nuestras fronteras (en contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así, en entornos de censura), las traducciones no publicadas en forma de libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una función pragmática, en espacios como pueden ser cancillerías, expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el uso de la traducción como herramienta didáctica (así, en el aprendizaje de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales al alcance de los traductores), la colaboración entre equipos de traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la Escuela de Traductores de Toledo), etc. Sirva este trabajo como modestísima invitación a cubrir estas lagunas.

Referencias bibliográficas

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Luis Pegenaute
Universitat Pompeu Fabra, Barcelona
luis.pegenaute@upf.edu

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de investigación EFFI2009-13326-C02-02, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación español.
2 Véase García Yebra (1985).
3 Véase Pegenaute (2004).
4 Sobre el concepto de retraducción y sus implicaciones, véanse Gambier (1994), Koskinen / Paloposki (2004), Venuti (2004), Ruiz Noguera / Zaro (2007), Koskinen / Paloposki (2010), Monti / Schnyder (2010).
5 Estas ideas son tomadas de dos breves artículos: Pegenaute (2002a) y Pegenaute (2002b).
6 En Pegenaute (2008) distingo las siguientes relaciones intertextuales: relación entre el texto original y otros textos codificados en la lengua original, relación entre el original y la traducción, y relación entre las distintas traducciones de un mismo texto original.
7 La galomanía española es materia ampliamente documentada, como es obvio: véase, por ejemplo, Pageaux (1964), para un estudio ya clásico. Para una panorámica sobre la traducción en España durante esta centuria, véanse Ruiz Casanova (2000: 301-382) y Lafarga (2004). García Garrigosa / Lafarga (2004) presentan una completa antología de pensamiento sobre la traducción en la España del siglo XVIII, que viene precedida de un espléndido estudio introductorio (pp. 3-91).
8 Véase Mendiguren (2004: 804-807).
9 Todos ellos son estudiados en Lafarga / Pegenaute (2009).
10 Unamuno se refería, en particular, a su traducción de los dos tomos de Los datos de la Sociología, de Herbert Spencer, pero similar situación se dio, por ejemplo, con la voluminosa Historia de la revolución francesa, de Thomas Carlyle. Véase Santoyo (1998) para estudiar la actividad traductora de Unamuno.
11 Véase Losada (2001).
12 Capítulo VII del libro IV, segunda parte, de Fray Gerundio de Campazas (1987: 108).
13  «Las traducciones», artículo incluido posteriormente en Bocetos de cuadros y costumbres (1987: 169).
 

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