  
TRIBUNA
Texto de la conferencia pronunciada en el Departamento de
Lengua Española de la Dirección General de Traducción de la Comisión
Europea, Bruselas y Luxemburgo, los días 6 y 7 de junio de 2011
Apuntes sobre la historiografía de la traducción
(específicamente española)1
Antoine Berman afirma, en
una frase muchas
veces citada, que «la constitution d’une histoire de la traduction est
la première tâche d’une théorie moderne de la traduction» (1984:
12). En sentido parecido se han manifestado Bassnett (1980: 38), Lambert
(1994: 22), D’Hulst (1995), Delisle (1998: 22) o Delisle /Woodsworth
(1995: xv). Así, por ejemplo, para Lieven D’Hulst, el estudio de la
historia de la traducción proporcionaría los siguientes beneficios: en
primer lugar, constituye una excelente vía de acceso a la propia
disciplina de la traducción, en cuanto que nos permite conocer a los
grandes traductores del pasado, su propia visión de su ejercicio, etc.;
de igual modo, proporciona al investigador la flexibilidad intelectual
necesaria para adaptar sus ideas a nuevas maneras de pensar, para
reflexionar sobre las relaciones con la lengua, el poder, la literatura,
la otredad, etc.; permite, además, alcanzar una mayor tolerancia hacia
maneras divergentes de solucionar los distintos problemas de traducción;
representa también un medio casi único de unificación de la disciplina
al establecer vínculos entre el presente y el pasado, mostrando los
paralelismos y las coincidencias que existen entre distintas
tradiciones; finalmente, ofrece a los traductores la posibilidad de
acudir a modelos pasados.
Con el fin de contribuir a la
constitución de una teoría específicamente española de la traducción,
siguiendo así la recomendación de A. Berman, parece pertinente ilustrar
cuál ha sido el papel desarrollado por la traducción a lo largo de la
historia. Al igual que en cualquier otro contexto geográfico, la
traducción ha cumplido en España principalmente una función
instrumental, propiciando el contacto con discursos que de otra manera
resultarían opacos. Es evidente que la traducción constituye una de las
vías más eficientes para paliar los problemas derivados de la diversidad
lingüística, conjuntamente con la creación y propagación de una lengua
de comunicación internacional que no sea la lengua vehicular de ninguna
comunidad existente (téngase presente, por ejemplo, el intento de
instaurar el esperanto como lengua de intercambio comunicativo entre
usuarios que contaban con diferentes lenguas maternas), la promoción
general de alguna lengua existente al estatus de verdadera lengua
internacional (sobra decir que el ejemplo más representativo hoy en día
es el del inglés, convertido casi en lingua franca de nuestro
tiempo) y la expansión del multilingüismo, ya sea de forma natural
(mediante el contacto creciente entre diferentes comunidades) o mediante
procedimientos educativos especiales destinados a la enseñanza de
lenguas. Las traducciones nos permiten acceder a muchas obras
extranjeras que, de otro modo, no podríamos leer por desconocimiento del
idioma. Cuando la difusión de esas obras alcanza a amplios sectores de
población podríamos entender que a esa función instrumental se suma una
democratizadora, pues pasa a constituir un eficaz medio de transmisión
del conocimiento. Así ocurrió, por ejemplo, con las teorías darwinistas,
a pesar de su relativo retraso en llegar a España: El origen del
hombre, en la versión resumida hecha por Joaquín María Bartrina en
1876 (sin mención del traductor), y El origen de las especies, en
la versión íntegra de Enrique Godínez en 1877, inauguraron un
ininterrumpido flujo de traducciones posteriores que han hecho de Darwin
probablemente el científico del siglo XIX más difundido entre nosotros.
El concepto de «evolución» propició el interés por la biología y la
antropología en detrimento de la física, que hasta entonces había sido
la rama de la ciencia más estudiada. A la vez esta orientación afectó a
diversos planos del pensamiento, como el filosófico, político y
religioso, convirtiéndose en una de las manifestaciones más claras del
progresismo liberal y abriendo una auténtica brecha ideológica en el
panorama intelectual español. La traducción nos permite el contacto con
corrientes literarias, estéticas, de pensamiento, etc. (así, el
romanticismo, el krausismo, el marxismo), pero también el descubrimiento
de adelantos científicos y técnicos.
La traducción permite
además introducir nuevos modelos de expresión en la lengua receptora, al
crear o calcar por mimetismo nuevas estructuras formales y léxicas2.
Así ocurrió, por ejemplo, en la mal llamada Escuela de Traductores de
Toledo, en la época de mecenazgo del rey Alfonso X (1252-1287), cuando
equipos de traductores (en los que podían participar un arabista y un
romancista, un enmendador, un capitulador y un glosador) se ocuparon de
verter indirectamente en lengua romance obras árabes sobre astronomía y
astrología, después de haberlas traducido al latín. El castellano se
benefició así, gracias a la traducción, de la creación de una prosa
científica propia. Es probable que fueran los colaboradores judíos los
que indujeran al rey a usar el castellano como lengua de destino, por su
aversión al latín, instrumento de la Iglesia cristiana. También fue
decisiva, claro está, la tendencia de todas las lenguas vulgares a
desarrollar un modo de expresión que pudiera competir con el latín como
instrumento didáctico. De todos modos, esta capacidad de enriquecimiento
de la lengua receptora, que es consecuencia de la capacidad polinizadora
de la traducción, puede en ocasiones transmutarse en contaminación: así
ocurrió, por ejemplo, en el siglo
XVIII, cuando tuvo lugar una
desmesurada presencia del galicismo, consecuencia del sinfín de
traducciones hechas a partir del francés, no siempre por personas
suficientemente cualificadas. Resulta interesante descubrir cómo los
debates de la época sobre cuestiones léxicas y sintácticas están muchas
veces cargados ideológicamente: la crítica al galicismo puede venir
acompañada de una motivación política, separando así a galófobos de
galófilos. La alusión al galicismo, evidentemente, tiene su contrapunto
en la defensa de la lengua castellana.
Igualmente,
la traducción cumple una función literaria, pues los traductores
importan géneros o modelos literarios que pueden resultar desconocidos
en la lengua de llegada.
Así, por
ejemplo, en la renovación de la lírica áurea española tuvo una
importancia decisiva la traducción que Boscán hizo de
Il Cortegiano de Baldassare
Castiglione, que fue publicada en Barcelona en 1534 y que supuso un paso
más en los avances iniciados seis años antes, cuando Boscán comenzó a
probar «en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por
los buenos autores de Italia» (1957: 89), siguiendo así los consejos del
embajador italiano Andrea Navagero. Evidentemente, esta situación se
repite en muchos otros contextos:
así, por ejemplo, en el periodo realista, y limitándonos
simplemente al campo de la novela, es destacable la importancia que tuvo
la recepción de Stendhal y Balzac entre 1868 y 1880 por su papel como
autores que determinaron la transición del Romanticismo al Realismo; la
irrupción de Zola y el Naturalismo entre 1880 y 1890; el surgimiento del
espiritualismo (1890-1900) gracias a la influencia de una serie de
autores franceses y rusos; la presencia de Eça de Queiroz y su
anticlericalismo; las traducciones de novelistas norteamericanos como
Hawthorne, Poe y Twain; la abundante traducción de cuentos y la labor
desarrollada por las publicaciones periódicas en la difusión de estos y
muchos otros autores3.
La traducción también logra
una función interpretativa, dado que las sucesivas traducciones de una
misma obra revelan sus nuevas facetas y resultan muchas veces relecturas
actualizadas de ella4.
Este fenómeno, habitualmente definido como «retraducción», es debido a
causas muy diversas: sustitución de versiones anteriores, que pueden
resultar defectuosas, por patente incompetencia del traductor o por
haberse desarrollado en condiciones poco propicias (contextos de
censura, traducciones hechas a partir de versiones intermedias o a
partir de originales poco fiables, etc.); revisiones llevadas a cabo con
el fin de alcanzar un nuevo público (por ejemplo, lectores infantiles y
juveniles o hablantes de una determinada variedad dialectal); posible
«caducidad» de las versiones anteriores (necesidad de actualización, con
el fin de satisfacer las necesidades de los nuevos receptores). De
hecho, esta última circunstancia suele muchas veces asociarse con un
supuesto carácter secundario de la traducción respecto a los textos
originales, presentados como paradigmas absolutos de corrección, y sería
consecuencia, por tanto, de una cualidad intrínseca de las traducciones.
Generalmente, los textos originales han sido definidos como realidades
inmutables, cuya esencia no se ve alterada por la presencia o ausencia
de traducciones (y digo «esencia», que no «existencia», pues no cabe
duda de que la traducción puede contribuir, como forma de canonización
que es, a la perpetuación futura del original). En cualquier caso, con
demasiada frecuencia las traducciones han sido vistas como accidentales
y episódicas, y como tales condenadas a quedar caducas, a ser
reemplazadas unas por otras una vez que han dejado de cumplir la función
que se les había asignado. Este presupuesto deriva de la sempiterna
consideración de que todo texto original ha de ser por su propia
naturaleza necesariamente superior a su traducción, presupuesto que
deriva ante todo de la asociación establecida en el Romanticismo entre
creación, individualismo y originalidad. Hoy en día, evidentemente, se
ha invertido esta relación jerárquica desde los presupuestos
postestructuralistas, al defender que el supuesto texto original no es
algo autosuficiente, completo en sí mismo y autónomo, sino que sería en
sí mismo una traducción, en cuanto que depende de la percepción del
autor y supone la elaboración de un significado, un concepto. El hecho
traductor se convierte en una actividad que permite a un determinado
texto perpetuar su vida en otro contexto, y el texto traducido adquiere
la condición de original en virtud de su existencia en ese contexto. El
planteamiento resulta sugerente, en cuanto que hace depender al supuesto
original de su traducción o traducciones para lograr una efectiva
activación de nuevas lecturas e interpretaciones y, en consecuencia, una
mayor significación5.
Sea como sea, lo que resulta indudable es que las diversas traducciones
de un mismo texto establecen entre sí unas importantes relaciones
intertextuales, que tienen consecuencias fundamentales para los
traductores y para los estudiosos de la traducción6.
La existencia de traducciones previas (principalmente en su propio
idioma, pues es en este caso en el que se refuerza la intertextualidad)
permite al traductor un cotejo que puede, en algunos casos, determinar
sus tomas de decisiones y llevar incluso a una influencia palpable en el
resultado de su propia actividad traductora. Evidentemente, dependiendo
de cuál sea el grado de influencia, cabrá en algunos casos hablar de
plagio. Aunque no sea este el caso, aunque no haya influencia de ningún
tipo, lo que queda fuera de toda duda es que cada época cuenta con sus
propias normas de traducción, que el traductor internaliza, para después
asumirlas o rechazarlas, y que tanto una opción como la otra tienen
consecuencias fundamentales en el producto final. Desde el punto de
vista del investigador, la comparación de traducciones sucesivas permite
llevar a cabo una prospección sobre los modos en que ha sido traducido
un determinado autor, una determinada obra a lo largo del tiempo,
formulando así hipótesis sobre su recepción en un determinado contexto
receptor. Como es sabido, es esta una vía de investigación largamente
practicada en los estudios descriptivos de traducción. Esta cuestión de
la retraducción no puede desligarse de la cuestión del canon, hasta tal
punto que resultan absolutamente interdependientes: las retraducciones
contribuyen a dotar a los textos del estatus de clásicos, y su propio
estatus de textos clásicos fomenta nuevas retraducciones. Evidentemente,
no es este el lugar para diseccionar el concepto de «clásico», pero
permítaseme simplemente recordar dos de los rasgos que Italo Calvino, en
su conocidísima obra Por qué leer los clásicos, asocia con ellos,
pues parecen particularmente relevantes en este contexto: «Toda lectura
de un clásico es en realidad una relectura» (una retraducción, podríamos
decir, en sentido figurado, pero también es aplicable, en sentido
literal, a la necesidad de retraducir de facto) y «un clásico es
un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir» (1991: 15),
que vendría a ser la causa de lo anterior. Los ejemplos en la historia
de la traducción española, como en cualquier otra, son tan numerosos y
obvios que no merece la pena intentar abordarlos (piénsese, simplemente,
en la traducción de cualquier autor griego o latino, por acudir a lo más
obvio).
La
traducción tiene, igualmente, una función identitaria: así, por ejemplo,
la galomanía imperante en España a lo largo del siglo XVIII, sobre todo
en su segunda mitad, es tanto causa como consecuencia de la gran
presencia de traducciones realizadas a partir del francés7.
Esta situación, que no es exclusiva de España, viene dada,
evidentemente, por el papel hegemónico de Francia en el ámbito político
y cultural durante aquella época en todo el continente europeo. Mediante
la traducción se persigue, es evidente, un contacto con el espíritu
ilustrado y una renovación que afecta a todos los ámbitos: el político,
el cultural, el literario, el educativo, etc. Buiguès (2002) identifica
entre 1700 y 1810 un total de 2 237 ediciones de obras traducidas, de
las cuales un 54 % se-rían realizadas a partir del francés. En algunos
contextos, esta función identitaria de la traducción puede llegar a
convertirse en elemento de cohesión nacional. Así, por ejemplo, en
Galicia asistimos a partir de 1917 al surgimiento de las Irmandades
da Fala, constituidas por nacionalistas que proponían un programa
cultural conducente a revitalizar el gallego como lengua literaria y de
cultura, y que pasaba por la incorporación de la literatura extranjera a
través de la traducción. Así, fueron frecuentes las traducciones en las
páginas del semanario A nosa terra (1917-1936), vinculado a estas
Irmandades, y más tarde, en las del boletín mensual Nós
(1922-1935), ligado al grupo del mismo nombre. Esta actividad sería
retomada con posterioridad desde Grial. Revista Galega de Cultura
entre 1963 y 1980. Similar situación encontramos en otras comunidades:
así, en Cataluña, durante la primera etapa del Modernisme hubo un
importante esfuerzo de construcción de una cultura nacional, con un
intento de constituir un amplio público lector en catalán. Surgen así
colecciones en forma seriada, que recogen numerosas traducciones, como
son la «Biblioteca Popular de l’Avenç», la «Biblioteca Joventut» o la
«Biblioteca d’El poble català». Similar función cumplió la Fundació
Bernat Metge, creada en 1922, que constituyó una importante colección de
títulos grecolatinos en catalán, dirigida a un público de gran espectro.
En el País Vasco, por último, también la traducción cumplió un
importante papel en el tercer tercio del siglo XIX y primeras décadas
del siglo XX: son, en este sentido, destacables tres tendencias con
rasgos bien definidos: una que se podría denominar populista,
representada por traductores como Antia, Arana, Arrue, Baroja, Manterola
o Soroa, y otras dos, mucho más puristas, lideradas por Sabino
Arana-Goiri y Resurrección María de Azkue8.
De todos modos, si la traducción jugó un papel importante en el intento
de los movimientos conocidos como Rexurdimento, Renaixença e
Itxarkundia en lograr la regeneración de las lenguas propias de
Galicia, Cataluña y País Vasco como instrumentos de expresión literaria,
propiciando a la vez la expansión de un ideario nacionalista, hay que
decir que desde una perspectiva centralista también la traducción ha
cumplido un papel similar en nuestro país. Así, por ejemplo, es
destacable el papel jugado por la traducción que Juan Nicolás Böhl de
Faber publicó en el Mercurio gaditano el 16 de septiembre de 1814
bajo el título de «Sobre el teatro español» y que es un extracto de los
célebres cursos Sobre arte y literatura dramática impartidos por
August Wilhelm von Schlegel en Viena. Este estudio, que exalta la
importancia de la poesía y el teatro español del siglo XVII (sobre todo
el de Calderón), tenía una gran carga ideológica y política, pues
suponía un alegato a favor del nacionalismo a través de una inspiración
cristiana sumamente conservadora. A partir de estos postulados de
inspiración germana (lo monárquico, lo heroico, lo tradicional, etc.),
claramente opuestos al espíritu neoclásico francés, se fraguó en España
lo que se ha dado en llamar «Romanticismo histórico», movimiento con el
que se da forma literaria al ideario absolutista.
La
traducción tiene también una función formadora, en cuanto que sirve de
plataforma de ensayo a numerosos autores para los que ha sido una
auténtica escuela de estilo o que, simplemente, han combinado a lo largo
de su carrera la traducción con la creación literaria. En la Edad Media
encontramos, por ejemplo, a Alonso de Cartagena, Díaz de Toledo, Juan
del Encina, López de Mendoza (Marqués de Santillana), Juan de Mena o
Pérez de Guzmán; en los Siglos de Oro, a Pedro Simón Abril, Argensola,
Arjona, Boscán, Castillejo, Jáuregui, fray Luis de León, Quevedo,
Sánchez de las Brozas o Villegas; en el siglo XVIII, a Castrillón,
Clavijo y Fajardo, Estala, Fernández de Moratín, García de Arrieta,
Iriarte, el padre Isla, Marchena, Mor de Fuentes, Olavide, Trigueros o
Zavala y Zamora; en el siglo XIX, a Benavente, Blasco Ibáñez, Bretón de
los Herreros, Clarín, García de Villalta, Gil y Zárate, Gorostiza,
Hartzenbusch, Larra, Martínez de la Rosa, Milà i Fontanals, Ochoa,
Palacio Valdés, Pardo Bazán o Valera; en el siglo XX, a Ayala, Baeza,
Cernuda, Crespo, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Panero y un largo
etcétera que alcanza a escritores de hoy en día como Colinas, Marías,
Mendoza, Sánchez Robayna, Siles y muchísimos más9.
Parece legítimo preguntarse qué es lo que realmente impulsa a estos y
tantísimos otros escritores a elegir a un determinado autor extranjero
para verterlo en su propia lengua, analizar el resultado de su ejercicio
y ver hasta qué punto este determina su escritura posterior o, por el
contrario, analizar si es su poética personal la que influye de manera
decisiva en su modo de traducir. Todo ello nos lleva a subrayar el papel
jugado por la traducción en la evolución de la literatura española y
analizar así, por ejemplo, cuáles son los modos de traducir propios de
cada época; por qué se importan determinados modelos en lugar de otros;
cuál es el grado de actividad traductora en un determinado contexto
respecto a la producción de literatura original y qué reconocimiento se
otorga a esta actividad; cuál es la recepción de las diferentes obras
traducidas respecto a los originales; de qué modo puede usarse la
traducción como arma ideológica; qué capacidad tienen los traductores,
al ser ellos mismos escritores, para subvertir, renovar o consolidar una
determinada poética; hasta qué punto determina la recepción de la obra
traducida el hecho de que el traductor sea a la vez un autor
prestigioso, etc.
En otros casos, la
traducción ha tenido una función más prosaica: la de, lisa y llanamente,
ganarse la vida. Así fue el caso, por ejemplo, en alguna ocasión para
Unamuno, que decía de ellas que las había hecho pro pane lucrando10,
o Moratín, que decía
…que si yo me llego a ver
una
vez desesperado
o
me meto a traductor
o
me degüello o me caso.
Desesperado
económicamente había de andar Valle-Inclán para hacer deprisa y con
desgana una traducción tan poco afortunada de A Relíquia de Eça
de Queiroz y para firmar, sin haberlas corregido previamente, unas aún
más defectuosas versiones de O primo Basílio y de O crime do
padre Amaro, también del autor luso11.
En diversos momentos de la historia nos encontramos con manifestaciones
en contra de la abusiva presencia de traducciones, que parecen haber
sido hechas de forma totalmente mercenaria. Así, por ejemplo, el padre
Isla decía en 1768:
Soy de dictamen que un
buen traductor es acreedor a los mayores aplausos, a los mayores
premios y a las mayores estimaciones. Pero, ¡qué pocos hay en este
siglo que sean acreedores a ellas! […] En los tiempos que corren, es
desdichada la madre que no tiene un hijo traductor.12
Por su
parte, Ramón de Mesonero Romanos, tiempo más tarde, en 1840, comentaba:
La manía de las
traducciones ha llegado a su colmo. Nuestro país, en otro tiempo tan
original, no es en el día otra cosa que una nación traducida. […]
Los literatos, en vez de escribir de su propio caudal, se contentan
con traducir novelas y dramas extranjeros.13
No solo en estas épocas,
mediados los siglos XVIII y XIX, hallamos estas consideraciones, pues
también en nuestro Siglo de Oro encontramos voces que se alzan en contra
de las traducciones mecánicas, llevadas a cabo de forma incompetente y
con escasísimo merecimiento. Así, por ejemplo, nuestro más grande
escritor decía por boca de don Quijote:
el
traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no
le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel
[…]. Y no por esto quiero decir que no sea loable este ejercicio del
traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y
que menos provecho le trujesen. (Cervantes 2004 [1605/1615]: 1032)
Similar
opinión tenía su rival, Lope de Vega, quien en La Filomena (1621)
comentó:
[…] y
si no es violencia en mí, plegue a Dios que yo no llegue a tanta
desdicha por necesidad, que traduzca libros de italiano en
castellano; que para mi consideración es más delito que pasar
caballos a Francia. (1989 [1621]: 822)
Con estas
observaciones no doy a entender, claro está, que sean intrínsecamente
malas las traducciones hechas por necesidad. Simplemente constituyen un
breve anecdotario que bien podría contestarse, claro está, con muchas
otras manifestaciones a favor.
Casi todas
las funciones señaladas han sido convenientemente estudiadas. De todos
modos, lo cierto es que, con demasiada frecuencia, la documentación está
dispersa y fragmentada y que cada vez se hace más necesaria la
colaboración colectiva entre equipos de investigación que puedan
contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, a pesar
de significativas excepciones, se aprecia todavía una deficitaria
atención a determinadas cuestiones como son, por ejemplo, las
traducciones desarrolladas por españoles fuera de nuestras fronteras (en
contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así,
en entornos de censura), las traducciones no publicadas en forma de
libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una
función pragmática, en espacios como pueden ser cancillerías,
expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el
uso de la traducción como herramienta didáctica (así, en el aprendizaje
de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la
traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales al
alcance de los traductores), la colaboración entre equipos de
traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la
Escuela de Traductores de Toledo), etc. Sirva este trabajo como
modestísima invitación a cubrir estas lagunas.
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Luis
Pegenaute
Universitat Pompeu Fabra, Barcelona
luis.pegenaute@upf.edu
1 |
Este trabajo se ha realizado en el
marco del Proyecto de investigación EFFI2009-13326-C02-02, financiado por el
Ministerio de Ciencia e Innovación español. |
2 |
Véase García Yebra (1985). |
3 |
Véase Pegenaute (2004). |
4 |
Sobre el concepto de retraducción y
sus implicaciones, véanse Gambier (1994), Koskinen / Paloposki (2004), Venuti
(2004), Ruiz Noguera / Zaro (2007), Koskinen / Paloposki (2010), Monti /
Schnyder (2010). |
5 |
Estas ideas son tomadas de dos breves artículos: Pegenaute
(2002a) y Pegenaute (2002b). |
6 |
En Pegenaute (2008) distingo las
siguientes relaciones intertextuales: relación entre el texto original y otros
textos codificados en la lengua original, relación entre el original y la
traducción, y relación entre las distintas traducciones de un mismo texto
original. |
7 |
La galomanía española es materia
ampliamente documentada, como es obvio: véase, por ejemplo, Pageaux (1964), para
un estudio ya clásico. Para una panorámica sobre la traducción en España durante
esta centuria, véanse Ruiz Casanova (2000: 301-382) y Lafarga (2004). García
Garrigosa / Lafarga (2004) presentan una completa antología de pensamiento sobre
la traducción en la España del siglo XVIII,
que viene precedida de un espléndido estudio introductorio (pp. 3-91). |
8 |
Véase Mendiguren (2004: 804-807). |
9 |
Todos ellos son estudiados en
Lafarga / Pegenaute (2009). |
10 |
Unamuno se refería, en particular,
a su traducción de los dos tomos de Los datos de la Sociología, de
Herbert Spencer, pero similar situación se dio, por ejemplo, con la voluminosa
Historia de la revolución francesa, de Thomas Carlyle. Véase Santoyo
(1998) para estudiar la actividad traductora de Unamuno. |
11 |
Véase Losada (2001). |
12 |
Capítulo VII del libro IV, segunda
parte, de Fray Gerundio de Campazas (1987: 108). |
13 |
«Las traducciones», artículo
incluido posteriormente en Bocetos de cuadros y costumbres (1987: 169). |
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