![]() ![]() ![]() TRIBUNATraducción y adaptación cultural, de Francia a España: algunas consideraciones y varios ejemplosTexto de la conferencia pronunciada por el autor en
el Departamento de Lengua Española de la Dirección General de Traducción de la
Comisión Europea (Bruselas y Luxemburgo) los días 16 y 17 de mayo de 2011. Si se tiene en cuenta que en el proceso de traducción lo que se traslada de una lengua a otra es un texto que pertenece a un sistema cultural determinado, habrá que deducir que debe producirse un proceso de adaptación al sistema cultural de llegada de aquellos elementos del sistema cultural de salida que no encajen en el mismo o no resulten fácilmente comprensibles por el destinatario. Nos hallamos, pues, ante una situación de adaptación cultural, de adecuación de los textos extranjeros a la cultura del país de llegada, es decir, a distintas normas de orden político, ideológico, religioso o estético. Estas normas no son inmutables, sino que cambian con el tiempo y las circunstancias: cada etapa histórica tiene las suyas, y conviene conocerlas al estudiar las traducciones realizadas en ella. Por otro lado, dichas normas no aparecen enunciadas claramente, es decir, no suelen constituir un cuerpo de doctrina y una reglamentación establecida. Son a menudo tácitas, levemente insinuadas y, a veces, incluso imaginadas por el traductor, que practica una especie de autocensura. Pero lo que aquí nos interesa no es
tanto la naturaleza de dichas normas como el principio sobre el que se
asientan, a saber, que la cultura propia —o sea, aquella hacia la cual se traduce— es superior a cualquier otra y que todo texto
debe pasar por el tamiz de la adaptación. Esta idea etnocentrista —conocida en la historia con la denominación de
las belles infidèles— tuvo su más clara formulación en la Francia del
Clasicismo (con algún precedente en el Renacimiento), y luego se extendió a
otros países europeos al amparo del prestigio cultural de la Francia de Luis XIV y de buena parte del siglo XVIII, permaneciendo vigente —con altibajos según los países—
hasta la época romántica. Consecuencia de este principio es la negación de la
diferencia, de la alteridad, en un intento de borrar las fronteras que, sin
embargo, siguen existiendo, todo ello en beneficio de la lengua y de la cultura
de llegada. Por otra parte, es obvio que la proximidad de las culturas en
contacto debería reducir a un mínimo razonable las desviaciones. Por ello, en la
mayoría de los casos detectados en la traducción española de textos franceses,
las diferencias son de detalle y poco relevantes. Con todo, un caso particular
lo constituyen las traducciones de obras francesas de temática española, que
representan, a mi modo de ver, una variante interesante de la cuestión. La
adaptación de las referencias culturales e incluso lingüísticas resulta en estos
casos necesaria y queda plenamente justificada, si acaso necesitara
justificación. Ejemplos no faltan. Me referiré a
tres casos pertenecientes a tres registros distintos, aunque con el denominador
común de esa presencia a la que acabo de referirme. Por un lado, la traducción
en dos géneros literarios bien definidos, el teatro (Manuel Bretón de los
Herreros y su versión del Mariage de
Figaro de Beaumarchais) y la novela (la traducción de la novela Les bestiaires de Henri de Montherlant
por Pedro Salinas); y, por otro, versiones de una modalidad literaria algo
distinta, el libro de viajes, en este caso las del célebre De Paris à Cadix de Alexandre Dumas. La traducción de la comedia de Beaumarchais por Bretón de los Herreros —uno de los mejores ejemplos de escritor-traductor de la literatura española— se llevó a cabo en 1828, aunque permaneció inédita hasta 18631. El traductor le dio el título de Ingenio y virtud o El seductor
confundido. La primera consideración
que se impone al entrar en el estudio de esta traducción es la adopción de un
título y de un subtítulo muy alejados del original. En la versión se pasa de
una folle journée2
a la indicación de dos elementos que entran en juego en la comedia, el ingenio y
la virtud; en el subtítulo, el interés se desplaza de Fígaro al conde, que es el
«seductor confundido». En la versión de Bretón, los nombres de los personajes —a
excepción del jardinero Antonio, que se llama ya así en la comedia de
Beaumarchais— han sido modificados, empezando por el de Figaro, denominado
Lisardo. El conde de Almaviva no podía, a todas luces, conservar un nombre tan
poco castizo y netamente inadecuado para su dignidad: en la traducción porta el
de Fuen-Genil, con lo que la acción, para adecuarse sin duda a la geografía, se
desarrolla cerca de Granada y no de Sevilla, como en el original. Desde la primera página empieza a notarse
una labor de españolización o de aclimatación del texto original3,
que se manifiesta en la elección del nombre de los personajes, de la localización
de la acción, del uso de expresiones castizas o más vinculadas a la realidad de
los espectadores. También es cierto que el traductor ha llevado a cabo
distintos cambios y supresiones en una línea de moralización del texto de Beaumarchais
y de limar la carga social de la comedia. Distintos cambios afectan también a
las partes cantadas. Parece que el traductor hubiera querido enmendar las «españoladas»
de Beaumarchais: así, en la escena de la boda se toca y baila una contradanza,
más apropiada para la circunstancia que el fandango
avec des casta-gnettes, mientras que se suprime la séguedille que canta Figaro en el acto II para hacer entonar a D. Remigio
(nombre que toma D. Bazile) aquello de «La calunnia è un venticello», que, como
es sabido, pertenece al Barbiere di
Siviglia de Rossini y nada tiene que ver con el Mariage (eso sí, quien la canta es siempre D. Basilio). Sabia y
oportuna utilización de una tonada muy conocida en la época, debido al enorme
éxito de la ópera, estrenada en Madrid en agosto de 1821 y representada luego
en innumerables ocasiones4. La labor desarrollada por Bretón
ante el Mariage de Figaro va algo más
allá de la traducción literal e incluso de la adaptación, pues tuvo que
enfrentarse con un texto que, salvadas todas las distancias y suprimido todo lo
que pudiese haber entre líneas, se presentaba en un marco español, con
personajes andaluces y músicas ad hoc.
Hay —no podía ser
de otra forma— una labor de
corrección del original, de reconstrucción de un marco y de un ambiente que el
dramaturgo francés había folclorizado en exceso. Es interesante, asimismo, el trabajo
realizado en 1926 por Pedro Salinas en su traducción de Les bestiaires de Henri de Montherlant, novela ambientada en el
mundo de los toros5.
El traductor se enfrentaba con un texto cuajado de palabras en español y de
términos del ámbito de la tauromaquia, y ante esa realidad realizó varias
operaciones. En primer lugar, eliminó notas a pie de página (unas veinte) cuya
misión era ampliar información acerca de problemas de lenguaje relativo a
realidades de Andalucía, donde transcurre la acción, y al mundo de los toros,
que estaban destinadas, obviamente, a los lectores franceses. En segundo lugar,
dejó constancia —utilizando
la cursiva— de expresiones y términos
españoles que aparecían así en el texto original. Y, finalmente, eliminó la
mayoría de las explicaciones incorporadas al texto por Montherlant, la
presencia de las cuales en la traducción habría resultado redundante, cuando no
ridícula6.
El traductor realizó, pues, un verdadero trabajo de «restitución cultural». Por su carácter a menudo transnacional, el relato de viajes conlleva un proceso intrínseco de traducción por parte de su autor, del viajero, que se enfrenta a unos usos culturales y lingüísticos que no le son propios —ni tampoco a sus lectores— y debe tomar decisiones dentro del amplio abanico que va desde el respeto a la realidad hasta la adaptación al contexto de llegada. De ello se deduce que la propia traducción del libro de viajes, presentada como una segunda —o doble— traducción, encierra una problemática especial, que se complica cuando el texto en traducción presenta una temática vinculada directamente con la cultura del traductor y, se supone, con la de su público potencial. En este caso, las intervenciones del traductor resultan especialmente notables, inevitables casi. Aparece así la figura del traductor justiciero, el cometido del cual no es ya tanto el de embellecer el texto —según la tan conocida tendencia (o moda) de las belles infidèles—, sino el de enmendar entuertos y restablecer la verdad histórica. Construida con elementos reales, aunque con un tratamiento ficcional, la literatura de viajes aparece como un género particular, al reunir —cuando su autor es, o pretende ser, un literato— realidad y ficción. El problema reside en que el lector espera de este tipo de escritura una mayor vinculación con la realidad de la que exige a un relato de ficción; y si esa realidad le es conocida por resultarle próxima o por ser la suya propia, reacciona o puede reaccionar en un sentido reivindicativo de la verdad tergiversada o deformada. En este contexto, el traductor aparece como lector privilegiado, el primero que tiene acceso al texto en su versión «definitiva» y destinada al público, y, al fin y al cabo, quien siente o puede sentir la responsabilidad de intervenir en el texto. Y, asociado al traductor, el editor, es decir, el que interviene decisivamente en el proceso, proponiendo el texto a traducir, dirigiendo a veces el sentido de la traducción, presentándola al público lector. No se me oculta que, para establecer sobre bases sólidas un discurso sobre las actitudes del traductor de relatos de viajes, habría que contar con un abanico suficientemente amplio de ejemplos contrastados, algo que —de momento— no existe7. Por ello, me limitaré a presentar el ejemplo, significativo sin duda, aunque particular, de las primeras traducciones españolas del De Paris à Cadix de Dumas, publicadas en el mismo año, 18478: la aparecida por entregas en el periódico madrileño La Unión, entre el 23 de abril y el 14 de junio de 1847, titulada España y África. Cartas escogidas escritas en francés por A. Dumas; la publicada por la Sociedad Literaria, fundada y dirigida en Madrid por Wenceslao Ayguals de Izco, con el título España y África. Cartas selectas9, y la editada por la librería barcelonesa de Mayol con el título Viajes de A. Dumas por España y África, hecha por Víctor Balaguer (en otra edición de la misma imprenta y año se denominó De París a Granada)10. Conviene señalar que las tres traducciones van acompañadas de textos introductorios o de epílogos en los que se transparenta la posición de los traductores (o del editor, en el caso de Ayguals de Izco). Así, en el periódico La Unión, en una nota que precede a la primera entrega, muestran su interés por presentar el texto de Dumas, interés que se torna en desengaño al conocer el verdadero contenido y tono de las cartas:
Con todo, la publicación de las cartas en su versión española se acorta por cansancio y hastío de los traductores:
Existe, pues, desde la primera página, un intento de manipulación de la perspectiva en la que va a situarse el lector. Y si este estaba predispuesto a leer el texto desde la objetividad o desde el respeto hacia la obra de un autor de fama, su actitud va —seguramente— a cambiar gracias a las palabras introductorias, pues le van a poner en guardia y a preparar para leer una sarta de errores, exageraciones y mentiras que, por otra parte, afectan directamente a las costumbres y a la idiosincrasia del pueblo español. Por su parte, Ayguals de Izco, al término de las cartas traducidas, pone la siguiente nota: «Aquí terminan las Cartas selectas de Alejandro Dumas que ha publicado La Presse. El África se ha quedado en el tintero del escritor. ¡Cuánto cabe en tal tintero! Se conoce que es tan elástico como la conciencia de monsieur Dumas» (vol. II, p. 134). Y, a continuación, incluye un largo epílogo titulado «Dumas y sus Cartas selectas o sea Vindicación de España», que ocupa las pp. 135 a 184 del volumen II. El título expresa muy a las claras la actitud de Ayguals: se trata de vengar a España de las sandeces y calumnias que el escritor francés vierte en su obra, y lo hace con mucho gracejo, bastante mala intención y su buena dosis de patriotismo y galofobia. Finalmente, V. Balaguer, autor de la tercera traducción mencionada, añadió a la misma un comentario («Algunas palabras del traductor»), menos duro de lo que podía pensarse al leer la portada de la obra, en la que anuncia una «refutación del traductor». En este breve texto (pp. 237-243), escrito en un tono menos satírico y ácido que el de Ayguals de Izco, Balaguer expresa en primer lugar su decepción ante la obra de Dumas, al comprobar, según le llegaban los artículos aparecidos en La Presse, la poca atención que el viajero prestaba a las cosas de España, su desconocimiento —real o fingido— de la historia y de la literatura, el poco entusiasmo en las descripciones de los sitios que visitaba. En los tres casos, el texto traducido aparece completado con notas a pie de página. Los de La Unión comentan, no siempre con igual gracia, palabras, expresiones o afirmaciones de Dumas, unas veces referidas a sus propias andanzas, otras —las más— a sus opiniones sobre España, poniendo de manifiesto la ignorancia de Dumas de las cosas de España. En la traducción editada por Ayguals escasean las notas —desconocemos incluso el nombre de los traductores—, por lo que el editor, tal vez por un deseo de compensación, ha añadido el largo epílogo antes mencionado. A diferencia de Ayguals de Izco, V. Balaguer incluye numerosas notas que jalonan toda la obra, en las que, en ocasiones, muestra mayor gracejo e ironía que en el epílogo. Algunas están destinadas a justificar tal o cual opción de traducción. Así, cuando escribe pijotero («Pijotero es una palabra muy ruin con que se nos saluda desde nuestra entrada en España»), en lugar del pugnatero que usa Dumas, comenta en nota: «En el original francés hay otra palabra española consonante de esta que no nos atrevemos a transcribir»; o cuando corrige el nombre de una mula, llamándola Colegiala, pues, como afirma, «el original francés dice Carbonara, pero nosotros no hemos encontrado este nombre en el almanaque calesero». Con todo, la mayor parte de las notas sirven de comentario o correctivo a las exageraciones o errores dumasianos sobre comidas, trajes, costumbres o lugares españoles. Y en ocasiones llega a reconvenir al autor: «Nos da hasta vergüenza que semejantes cosas las diga un literato como Dumas» o «Sin duda ignora M. A. Dumas...»11. La actitud de los primeros traductores del De Paris à Cadix de Dumas resulta, a mi modo de ver, muy clara. Intentan, desprestigiándolo y poniendo de manifiesto errores y falsedades, arrinconar al autor, mostrar su mala fe y, en definitiva, ofrecer un producto final en el que —sin modificar sustancialmente el texto objeto de traducción— lo acompañan de todo un paratexto (introducción, notas, otros comentarios paralelos). La finalidad era, en suma, desacreditar al autor y dar una imagen negativa de la obra. Podríamos preguntarnos sobre la legitimidad de tal actitud, a todas luces inapropiada para una mentalidad actual —tanto desde el punto de vista traductológico como desde el de lo políticamente correcto—, pero si nos situamos en la época en que se aplicó, con una visión de la traducción tan alejada de la actual y —extremo no baladí— la susceptibilidad de orden nacional que imperaba, tal vez la reacción no fuera la misma. Francisco Lafarga
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