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COLABORACIONES


Sobre la revisión

La Comisión Europea cuenta con un nutrido servicio de traducción cuyos integrantes no siempre comparten, como es lógico, los mismos criterios. Un terreno en el que no parece haber unanimidad es el de la revisión, del que se va a hablar en los próximos tiempos. Casi cualquier debate es, en sí mismo, saludable, porque permite sacar a la luz ideas que pueden ser fructíferas para todos; sin embargo, pasa el tiempo y quien esto firma sigue sin entender cómo se puede seguir debatiendo sobre la necesidad de la revisión.

Vaya por delante mi opinión: la traducción es un proceso que exige una revisión ulterior. En otras palabras, un texto no está traducido hasta que no está revisado1. Un texto que pasa de una lengua a otra y no se revisa habrá sido objeto de otra cosa, pero no de una traducción. Y es muy posible que este proceso, que no sé cómo llamar, sea perfectamente legítimo en vista de las circunstancias, es decir, que sea el pertinente dadas las limitaciones de tiempo o las necesidades de su receptor. Si lo que éste solicita es que se traduzca el texto, entonces no se puede dar a esa petición una respuesta que no suponga un esfuerzo mínimo de trabajo de traducción (y, por ende, de revisión).

Se expresan a veces opiniones muy curiosas: el traductor que sabe que será revisado inconscientemente bajará la guardia ante el hecho de que los problemas «ya los resolverá el que venga detrás». Yo creo que se puede afirmar lo contrario: normalmente el que va a ser revisado se preocupa de trabajar con diligencia, porque en general suele importarnos el juicio de los demás. Raras veces he encontrado un texto (aquí sólo puedo hablar por experiencia propia) en el que el traductor dejase la solución de los problemas al revisor; otra cosa muy distinta es que el traductor (o el revisor, como es lógico) halle la solución adecuada a esos problemas, pero eso es otro cantar. Es como decir, aplicando la analogía de los tribunales, que como los jueces saben que hay un tribunal por encima al que se puede apelar su sentencia, seguramente no aplicarán la máxima diligencia al dictar la suya. Lo que hay que subrayar es que el argumento de la «dejación de responsabilidad», como podría llamársele, me parece falso y parte de una desconfianza intrínseca en la labor de los demás que me niego a compartir. En cambio, animo a cualquiera a refutar esta otra afirmación: todos somos capaces de cometer errores; es más, de la potencia pasamos al acto con mucha frecuencia: todos los cometemos. Téngase en cuenta que no hablo de problemas de estilo, sino de errores, es decir, de entender mal el sentido de una frase, de que se nos «baile» un número o una fecha, de omitir una línea, de no utilizar el término ya acuñado... (me corrijo; escribir la palabra «Comisión» cinco veces en un párrafo de tres líneas no es un problema de estilo: me parece un error, aunque tal vez sería mejor calificarlo de torpeza, pero, en todo caso, de hecho «manifiestamente mejorable», como se decía o dice en algunos casos de expropiación forzosa).

Y viene a cuento este concepto que se acaba de deslizar en estas líneas. La expropiación suele ser dolorosa, salvo que el justiprecio sea suficiente, porque nos priva de un bien que nos pertenece. Pero una traducción no es nuestra. Se plantea aquí lo que he llamado alguna vez el concepto patrimonial de la traducción (al menos, en un contexto institucional como el nuestro). La traducción no nos pertenece; aunque tenga un autor, cuyo nombre figura en los archivos informáticos y al que cabe exigir responsabilidades por ella, no la firmamos. Es fruto de nuestro mayor o menor esfuerzo, de acuerdo, pero la realizamos para un destinatario y, cuando deja nuestra pantalla, deja de ser nuestra y se difumina en un colectivo, el Servicio de Traducción, al que pertenecemos todos, incluida la persona que la mecanografía, en su caso, y, desde luego, aquella que la revisa. Es más, soy de la opinión de que el revisor debe asumir, de cara a los demás servicios y al nuestro, la «responsabilidad» por las traducciones o, si no se quiere llegar tan lejos, compartirla con el traductor.

Puede discutirse, claro está, cómo se decide quién revisa. Ese es otro debate. No niego que hay revisores que «reescriben» la traducción recibida. Pero es que estas personas no están revisando, no están desempeñando su función correctamente. Revisar no es reescribir y quien comete este error tiene que reflexionar profundamente sobre lo que está haciendo o dejar de revisar, sea por decisión propia o superior. ¿Cómo designar revisores? Insisto en que es otro debate: puede acudirse a la experiencia, se pueden designar revisores por ámbitos de especialización, puede perfectamente darse al puesto de revisor carácter rotatorio... las soluciones son muchas. Lo esencial es tratar de fijar criterios más o menos objetivos de revisión (nunca podrán ser todos ellos objetivos), debate que sí me parecería fructífero y necesario.

Y también es un debate distinto el de qué se revisa. A mi entender, todo debe revisarse, pero los imperativos del servicio pueden exigir otra cosa y ahí entramos en el terreno de la organización del trabajo, que tampoco es el de esta nota.

Hay que dejarse de hablar del pasado, de rememorar experiencias más o menos traumáticas de revisión. Todos nos hemos equivocado alguna vez, traduciendo y revisando. Pero estoy completamente convencido de que, si no nos hubieran revisado, nos habríamos equivocado muchas más.

Ramón Garrido Nombela
ramon.garrido-nombela@ec.europa.eu
















1. Sobre este extremo, Mar Guerrero Ríos, profesora de traducción técnica y traductora profesional desde hace muchos años, sostiene ideas muy interesantes y originales de las que son deudoras parte de las aquí expuestas.
















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