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En la sección «Cabos sueltos» se publican notas breves en que se exponen argumentos o se facilitan datos para solucionar problemas concretos de traducción o terminología. El carácter normativo o meramente orientador de las soluciones aportadas se desprende de la categoría de las fuentes. PUNTOYCOMA

RESEÑAS


Una oportunidad perdida

Sobre la traducción de la obra Adversarial Legalism de Robert A. Kagan
Robert A. Kagan
La ley del imperio
Traducción de Ignacio de la Rasilla del Moral
Ed. Almuzara, Córdoba, 2005
ISBN 84-96416-90-9

Si me permito abusar de la hospitalidad intelectual de puntoycoma, es porque creo que esta publicación está haciendo un servicio inapreciable a los traductores ya profesionales, pero también a los estudiantes del ramo. Y para el sufrido gremio de los traductores, espectáculos como el de esta traducción me parecen de una gravedad considerable.

Este libro ofrece un retrato sumamente valioso de la filosofía imperante en el mundo jurídico estadounidense, que ha cuajado en un fenómeno que el autor llama adversarial legalism y nuestro intrépido traductor «legalismo contencioso», bautismo al menos discutible. El legalismo contencioso es «la creación e implementación de políticas y de resolución de disputas a través de un sistema de litigación dominado por la figura del abogado» (p. 39). Es decir, la intervención decisiva de abogados y tribunales en la configuración del Derecho y la política. Creemos que la lectura de este libro resulta fundamental para entender el intrincado mundo del Derecho en Estados Unidos. A aquellos que se consideran muy lejos de un mundo que palpita al otro lado del Atlántico, no hay que dejar de recordarles que buena parte de los fenómenos jurídicos que nacen en ese país llegan a instalarse tarde o temprano en los lares europeos. La influencia del common law estadounidense no deja de hacerse sentir.

¿Y por qué la reseña en esta publicación? En primer lugar porque sus responsables siempre han mostrado interés por los temas jurídicos. Pero también porque en las instituciones de la UE trabajan numerosas personas que, carentes de estudios de Derecho, se han forjado con el tiempo la capacidad de realizar traducciones jurídicas y que, por consiguiente, desmienten la repetida falacia de que solo un especialista en la materia puede traducir adecuadamente textos especializados.

La lectura de esta obra resulta problemática desde muchos puntos de vista. Primero, cuestiones editoriales, probablemente no achacables al traductor. A uno le cabe duda hasta de cómo se llama exactamente la obra que se reseña. En la cubierta leemos: La ley del imperio. Sobre el aparente título, encontramos, en el mismo cuerpo y tamaño de letra otro título: El Derecho en EE.UU. La sociedad del pleito. La obra se llama en inglés Adversarial Legalism, como hemos indicado. Pues bien, en la portada, el título La ley del imperio viene complementado con otro subtítulo, distinto del que figura en la portada, Viaje al otro lado del sueño legal americano, bastante poco riguroso, a mi entender. De modo que, en último término, los editores (suponemos) se quedan con el apelativo facilón («imperio»), se olvidan olímpicamente del concepto esencial («legalismo contencioso», que además era el título original de la obra) y lo recubren de antetítulos y subtítulos sin que lector al final sepa a qué carta quedarse.

Y la traducción, ahora. Aunque primero, su autor1, que firma un estudio preliminar. De los méritos que le asisten para redactar ese prólogo, nada que objetar y no somos nosotros quiénes para hacerlo, en todo caso; a su capacidad traductora, mucho que objetar, y que imputar, ya que empleamos verbos con connotaciones penales.

¿Por qué será que cualquier especialista en un terreno se considera capacitado para traducir de ese ámbito y despreciar la posible colaboración de personas quizá mejor formadas en el menester de traducir? Parece tratarse este de un fenómeno recurrente en la Universidad española, en la que todavía cunde el asombro, por ejemplo, ante el hecho de que la traducción sea disciplina universitaria (qué duda cabe de que se podría discutir, y mucho, sobre su configuración o la duración de sus estudios, pero ese sería otro cantar). ¿Por qué las editoriales desprecian al que puede demostrar experiencia traductora y prefieren confiar la labor a especialistas no cualificados en el terreno de la traducción? ¿O por qué no entablar una fructífera colaboración entre ambos? Ello evitaría, por ejemplo, el memorial de agravios que reseñamos a continuación.

Alfonso Torrents del Prats, a quien habría que citar más de lo que se hace, incluso aunque no siempre se compartan sus puntos de vista, recordaba siempre el «efecto hipnótico» del original. Es el que lleva a traducir como si nos encorsetara el original y nos hiciera olvidar cómo se dicen las cosas en nuestra lengua. Ejemplos de ello nos asaltan desde el principio: en el prefacio, se traduce «opiniones disidentes y una concurrente» (p. 31) al hablar de las sentencias del Tribunal Supremo de Estados Unidos, olvidando que eso es lo que en español llamamos «votos particulares», que emiten los magistrados de los tribunales superiores para manifestar su discrepancia con la decisión mayoritaria (o con los criterios expresados para manifestarla, en caso de los votos concurrentes). Sin olvidar que las opinions del Tribunal Supremo son, en realidad, «sentencias», no meras «opiniones». Igualmente, las continuas referencias a los «oficiales» del sistema de justicia penal (p. 149, por ejemplo) no enmascaran a los officials que, en español, merecerían la consideración de «funcionarios», «representantes», u otras, según los casos, pero rara vez «oficiales».

La redacción hace a veces incomprensible el texto: en la página 32 leemos (no sin esfuerzo): «escuadrones de abogados […] realizaron prodigios de escuetos dictámenes, afrontaron derrotas legales en un foro con apelaciones con nuevas demandas en otro», lo cual confesamos no entender. Tampoco es fácil dilucidar qué significa que los «procesos» del sistema legal estadounidense «obligan a alcanzar acuerdos en defensas meritorias» (p. 40). En la p. 269, se nos informa que «los trabajadores holandeses deben enviar sus planes de despido a una oficina de trabajo temporal que resuelve de antemano las disputas potenciales». ¿Qué planes son esos que envían los propios trabajadores que, al parecer, planean autodespedirse?

Pero el argumento aún puede oscurecerse más: en Alemania hay salas «integradas por un juez profesional y dos jueces legos […] uno que representa a los doctores en disputas sobre control del gasto o cuestiones de utilización» (p. 270). Sin palabras.

A veces el inglés reluce cristalino («muchos ciudadanos estaban enfadados porque un duelo de abogados hubiese robado la elección del Presidente», p. 35), y en otros casos el despiste es poco justificable (traduce legislature por «legislatura», cuando se trata del cuerpo u órgano legislativo de que se trate, p. 36). La pereza invade también al traductor que a veces arroja la toalla semántica casi por completo y perpetra frases como:

[...] el sistema penitenciario de Alabama se hallaba [...] completamente impregnado de violencia, sobrepoblamiento, comida no apta para el consumo humano y métodos brutales de castigo [...] (p. 67).

Algunos errores son infantiles, pero no por ello menos irritantes, por lo generalizados: «la policía de tráfico especializada […] archiva un informe detallado de sus conclusiones» (p. 52), es decir, files a report, lo «presenta». Por supuesto, la expresión «los únicos y problemáticos rasgos del sistema legal» no presenta solo un problema de estilo (anteposición constante del adjetivo a lo largo de toda la obra); es que unique, como sin duda dice el original, no es único, sino «singular», lo que hace más comprensible la afirmación. También leemos con sobresalto que «la gente ordinaria [...] no recurre al procesamiento, ni interpone demandas por cualquier ofensa» (p. 55). Evidentemente la «gente ordinaria» no «recurre» al procesamiento ante las infracciones (offences), porque rara vez está en condiciones de «procesar» a nadie, acto que, si existiera en el common law, correría seguramente a cargo de un juez.

Peores son los deslices conceptuales. La traducción del término inglés regulations es esquiva, porque obliga a pensar a qué tipo de textos puede estarse haciendo referencia. Los «reglamentos judiciales», que surgen en la p. 44, deben de ser regulations en el original, lo que no tiene por qué ser «reglamentos», sino normas en general, reglamentarias o no. La duda aparece casi por doquier: la afirmación «los legislativos estatales han aprobado muchos reglamentos diseñados para reducir el legalismo contencioso» (p. 262) también nos lleva a cavilar sobre qué «legislativos» son estos que aprueban «reglamentos». Incluso se da una vuelta de tuerca en la página 114 cuando se habla de los «reglamentos estadounidenses», que se redactan con menos cuidado y están dotados de menor coherencia que los del «Parlamento británico». Ignorábamos que en los pasillos de Westminster se redactasen «reglamentos».

A lo largo del texto, el traductor ignora un concepto tan sencillo que el aprendiz menos avezado en este ámbito conoce, a poco que haya investigado un poco en la materia: en Estados Unidos, una manera sencilla de saber si estamos ante una institución federal o una estatal es fijarse si ante el nombre figuran las siglas «U.S.», que son las que indican si se trata de un organismo o una entidad federal. El autor no parece saberlo, o no lo recuerda, o sencillamente no lo considera relevante, de modo que la errática traducción crea instituciones fantasmagóricas, como una «Comisión de Sentencias de Estados Unidos» (claro está, no van a ser de Guatemala) (p. 148); bajo el embozo está la U.S. Sentencing Commission, organismo federal que vela por la uniformidad de las penas impuestas por los tribunales federales en los casos de delitos de carácter federal. La confusión de «sentencia» y «pena» o «condena» no se justifica nunca, pero menos en un texto de estas características.

Hay algún despiste extraordinario: en el capítulo de propuestas de reforma, leemos que la situación mejoraría si los «jueces estadounidenses estuvieran investidos de más autoridad […] para evitar […] desafíos perentorios relativos a la composición del jurado» (p. 265). Como el pasaje es críptico, hay que recordar que peremptory challenge es la recusación de algún miembro de un jurado. La literalidad implica a veces radical oscuridad. Casi sin dejar tiempo para recuperarse, en el apartado sobre la reforma de la justicia civil, nos topamos con unos «deudores delincuentes» (p. 266), con cuya denominación se debe de querer indicar aquellos deudores que «incumplen» sus obligaciones de pago.

En toda la obra, se advierte la tendencia a confundir el uso del verbo «sustituir» en inglés, de modo que el traductor termina indicando exactamente lo contrario de lo que el autor quería expresar. Véase un ejemplo glorioso, de los varios que podríamos espigar: «la Administración Roosevelt [con lo nítida que es la distinción entre Gobierno y Administración, parece que ya hemos perdido la batalla] fortaleció el gobierno central y extendió su alcance administrativo sustituyendo los programas nacionales, burocráticamente administrados, por los mercados y la ley estatal». Exactamente al revés: Roosevelt y los muchachos del New Deal sustituyeron los mecanismos de mercado y las leyes estatales (se entiende, de los Estados de la Unión) por programas nacionales y burocráticamente administrados para favorecer al sector público y fortalecer los organismos federales (p. 105).

El texto obliga a un esfuerzo de exégesis que a veces resulta agotador: en un momento dado, el traductor (que no el autor, porque a estas alturas ya está claro que estamos sujetos a los devaneos de aquel) habla del «reprocesamiento federal de agentes de policía racistas» (p. 159), lo que, tras descartar que hubieran sido convertidos en alimentos procesados, nos permite deducir que estos policías racistas «fueron vueltos a juzgar, esta vez ante los tribunales federales». Los tribunales informales, como los existentes en muchos países europeos, «son decisores jerárquicos cuyas decisiones poseen un alto grado de finalidad» (p. 271), lo cual, colegimos, debe querer decir que sus resoluciones tienden siempre a ser definitivas (the decision is final: definitiva).

Por último, llamar al Presidente (Chief Justice) del Tribunal Supremo estadounidense «Justicia Mayor» supone un encantador detalle que denota quizá el origen aragonés de nuestro bravo traductor. Y, para no agotar más al lector, cerraríamos este elenco con los títulos que encabezan algunos apartados («Ampliando la compensación mediante el seguro social»; «Aboliendo el jurado civil») que más recuerdan penosas traducciones cinematográficas que sobrias propuestas de reforma legal.

Nos podemos hacer finalmente la pregunta: pero, después de todo, ¿se entiende el texto? Una traducción no tiene otra finalidad, en principio, que transmitir en una lengua lo que estaba expresado en otra que los destinatarios no entienden. Y qué se puede responder. Imagino que el mensaje final cala, pero ¿es esto traducir? ¿Es así como deben proceder las editoriales? ¿Y el efecto multiplicador de las posibles citas del texto? ¿Y la vergüenza traductora, en suma?

Mi intención no es vapulear a un traductor al que no tengo el gusto de conocer. Me mueve la indignación por que la traducción siga siendo una labor socialmente poco considerada en España (también en las editoriales, lo que resulta ciertamente pasmoso); por que no se busquen traductores adecuados para cada tipo de libro; por que todo especialista en algún campo se considere automáticamente traductor del mismo; en definitiva, por que uno trata de imbuir en los traductores en ciernes el amor al rigor y al trabajo bien hecho y los hechos vienen a desmentir casi con brutalidad las mejores intenciones.

Ramón Garrido Nombela
Universidad Pontificia Comillas (Madrid)
rgarrido@chs.upcomillas.es

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Reproducimos su currículum, que el autor introduce también en nota a pie de página: «Ignacio de la Rasilla del Moral es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y diplomado en Relaciones Internacionales por el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. Miembro del Grupo de Investigación “Derechos Humanos. Teoría General” del Plan Andaluz de Investigación (PAIDI), ha publicado varios artículos académicos sobre temas de Derecho internacional y política exterior estadounidense» (p. 27).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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